Viejos son los trapos
Antes que malas o buenas, las películas de David Frankel son Cajas de Pandora en las que los verdaderos ejes de las historias subyacen bajo la superficie poco rugosa de una narración simple. Simpleza que, al menos en estos casos, nunca implica simplismo. Piénsese en El diablo viste a la moda, donde el director alambicaba la pertinencia del self made man -o woman, en este caso- en el siglo XXI con el tradicionalismo genérico de un coming of age, o Marley & yo, reflexión sobre la maduración, la familia y las proyecciones personales travestida de película familiar sobre los avatares de un perro incorregible. Incluso la recientemente editada en DVD Un gran año, comedia con freno de mano puesto, hibrida una admiración masculina rayana a lo bromático con un romanticismo heterosexual gruesamente adolescente, todo patinado con un tono y premisa mínima wesandersoniana.
Con todo ese bagaje a cuestas llega el opus cinco de Frankel ¿Qué voy a hacer con mi marido?, fea e inexacta traducción de Hope Springs. El título original hace referencia a una pequeña localidad donde atiende un renombrado terapeuta de parejas (Steve Carell). Hasta allí llegarán Kay y Arnold, quienes buscan reavivar la pasión después de más treinta años de matrimonio, varios de ellos con régimen de cuartos separados. O más precisamente es ella la que buscará inicialmente recomponer el vínculo: la primera escena la muestra intentando seducir a un marido que, claro está, la rechaza. “Siento que estamos yendo hacía la nada”, dirá en un momento a su compañera de trabajo. Que ella al otro día lo espere con el desayuno preparado, una sonrisa en la cara y deseosa de una muestra de cariño que jamás llega habla de una devoción y abnegación digna de la Francesca Johnson de -de pie, señoras y señores- Los puentes de Madison. Más aún si ella es Meryl Streep, quizás la actriz de mayor contundencia gestual del cine norteamericano.
Esa suerte de dualidad de la que se habló al principio también estará presente en ¿Qué voy a hacer con mi marido?, que oscilará entre el drama de un matrimonio oxidado y una feel good comedy adulta. Los primeros minutos de la película se dedican a construir al personaje femenino, mostrando un inconformismo tan manifiesto como contenido, mientras que él asoma más como una caricatura de todo lo peor que la rutina matrimonial puede generar, durmiéndose mirando programas de golf en la televisión o besando a su mujer en la frente. Pero todo cambiará cuando finalmente lleguen a las sesiones matrimoniales.
Allí, con la lentitud propia de los actos resistidos, el aplomado Arnold (Tommy Lee Jones, excelente como casi siempre) empieza a soltarse y mostrar una insatisfacción repleta de matices generada sobre todo por la incapacidad de zanjar las diferencias genéricas y comunicacionales con su mujer. Lo que no estaría mal, a no ser porque al mismo tiempo ella empieza a desdibujarse, a mutar ese desamparo inicial por una estupidez lisa y llana. Como se hubieran ensamblado dos películas que no terminan de cuajar o, aún peor, la versión de un guión falto de ajustes. Así, Hope Springs deja reverberando la sensación de que es apenas una película menor al lado de lo que pudo haber sido. Eso y, claro, que la adultez le sienta de maravillas a Elisabeth Shue, que, a sus casi 49 años, es el retrato más fiel de una estrella que nunca llegó a ser.