Sobre ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?: cine, discursos y crítica
Recién este último miércoles pude ver ¿Quién mató a Mariano Ferreyra? Y recién hoy viernes tengo oportunidad de escribir sobre el film. Pero cuando estaba meditando sobre cómo encarar la crítica, el texto terminó mutando hacia uno de opinión, básicamente porque pasaron (o no pasaron) algunas cosas que invitan un poco a la reflexión.
La película tuvo pocas críticas, pero lo más llamativo fue los medios que no escribieron. Destacan Página/12 por el lado de los diarios y Otros Cines en la web. Es cierto que hubo poca difusión, pero hubo privadas y el lanzamiento alcanzó por lo menos cuatro salas, todas en Capital Federal. Y estamos hablando de medios que disponen de varios redactores, con la logística suficiente y que en esa misma semana (donde hubo sólo cinco estrenos) no tuvieron problemas en escribir sobre una cinta irrelevante como Contrarreloj. No voy a caratular a ¿Quién mató a Mariano Ferreyra? como el estreno más importante de la historia del cine argentino. Pero sí creo que es evidente su importancia, aunque sea circunstancial. Y por eso ya hay algunas medidas que es más bien difícil disfrazarlas de “decisiones editoriales” (estoy seguro de que Diego Battle, director de Otros Cines, habría usado esa noción como explicación), porque son decisiones políticas. Hay temas que son incómodos, de los que no se quiere hablar. Es mucho más fácil llenarse la boca y hacer correr ríos de tinta haciendo referencia a supuestas políticas de no-represión o hablar de las retrospectivas del BAFICI, que poner sobre la mesa un hecho sangriento de represión, donde también intervienen la corrupción y las complicidades dentro de los niveles más altos del Estado Nacional. Lo que queda en evidencia es que ciertos sectores que se rasgaban las vestiduras criticando los modos de los que tenían el poder en los noventa, ahora accedieron a esos espacios de poder y se comportan exactamente igual. Antes mentían y ocultaban unos, ahora lo hacen otros. El baile de disfraces sigue siendo el mismo, sólo las máscaras cambiaron.
Pero también está lo que se escribió, si es que se puede llamar escritura. Y ahí tenemos el ejemplo de La Nación, que viene a explicar por qué hay ciertos sectores intelectualoides en nuestro país que atrasan unos ciento cincuenta años en su pensamiento, pero aún así seguir presumiendo de combativos. Adolfo C. Martínez en su crítica describe al personaje encarnado por Martín Caparrós como “una especie de antihéroe, ya que sus jefes de redacción le ponen trabas en su intento de escarbar en todos y cada uno de los recovecos del episodio, pero él insiste en su denodada labor”. Parece que Martínez no leyó la literatura de los últimos dos siglos, porque el concepto que vierte es justamente el del héroe, no el del antihéroe. Pero el asunto no se termina ahí, ya que también sostiene “Morcillo y Rath (los directores) procuraron que su film se apartase de todo tipo de elementos políticos y que recayese sólo en la labor del periodista en su odisea por tratar de llegar a su verdad”. ¿Perdón? ¿De qué habla este señor? Si algo hace el film, bien o mal, es politizar toda la trama, hacer un análisis político de las circunstancias del crimen desde una perspectiva política determinada. La primera frase puede atribuirse quizás a la torpeza de Martínez, pero en la segunda se puede intuir una decisión editorial más en conjunto de parte de un diario conservador, con intereses opuestos a los que representa el film, que busca utilizar una herramienta ya bastante habitual de estos tiempos, que es la despolitización (la cual es otra forma de hacer política).
Por fuera de esto, algo propio tengo que decir de ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?, película a la que veo como un típico exponente de cine urgente, que busca instalarse en un momento clave, como son las semanas previas a la sentencia en el juicio a los responsables del asesinato. No deja de ser particular la forma en que intenta combinar el documental puro y duro, con la familia y amigos de Mariano prestando testimonio a cámara; la recreación ficcional de las distintas instancias del crimen; y el relato centrado en el periodista interpretado por el debutante Caparrós (su elección no es nada casual), avanzando y tropezando en su investigación, contra todo y todos, primero solo y luego acompañado por su hija (la simbología en esto es bastante clara), entrevistándose con personajes como Ernesto Tenembaum o Diego Rojas (autor del libro en que se basa la película), que no especifican su identidad pero se comportan y dicen lo que uno esperaría que digan ellos en la realidad. El film juega a vincular la ficción con la realidad política, pero en pocos momentos consigue encajar todas las piezas, básicamente por lo siguiente: los realizadores nunca terminan de comprender que el cine tiene una narrativa propia, que necesita de una puesta en escena y una configuración de los personajes que rara vez coincide con el campo periodístico o el ámbito político, porque el cine es un arte con vuelo propio, que habla sobre el mundo desde su lugar, con sus propias reglas.
El film arrastra dos problemas esenciales, que lo trascienden. Por un lado, las dificultades que tiene el cine argentino en general para construir un discurso político, en especial cuando debe referirse a sucesos reales específicos. Por el otro, las ya eternas trabas que tiene la izquierda, al menos en nuestro país, para interpelar al ciudadano. No voy a decir que eso no le suceda también a otros sectores políticos, que muchas terminan encerrados en sí mismos, interpelando apenas al sujeto que siempre le respondió y le va a responder, pero en la izquierda esto es crónico, y siempre se la percibe como encerrada en sí misma. Me duele decir esto, porque simpatizo en varios aspectos con la mirada política de los “rojos” (sí, eso es para vos, Cristina “macartista” Fernández), pero lo veo así, y hasta creo que eso luego se vincula con cierto desprecio que muestran los sectores de la izquierda hacia lo “formal” y su acento sólo en lo contenidista. De ahí que se dé la paradoja de que en la película de Morcillo y Rath se haga permanente alusión a lo colectivo, pero el centro termine estando en un héroe individual, cercano a lo idealista, que termina imponiéndose frente a todas las dificultades, muy parecido al héroe clásico hollywoodense.
El gran mérito de ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?, para el que no utiliza herramientas muy cinematográficas, es decir toda la verdad, de forma un tanto desordenada, pero también brutal y sincera. Y la verdad, un tanto resumida, es esta: a Mariano Ferreyra lo mató una patota sindical, avalada y coordinada por la cúpula de uno de los sindicatos más poderosos del país, para proteger sus negociados. Estos lo hicieron con total impunidad y desvergüenza porque tenían una aceitada relación con figuras de lo más alto del poder político, como el ministro de Trabajo Carlos Tomada y la viceministra Noemí Rial. Así, sin vueltas, sin adornos. Esa verdad, esa verdad que es política, también es para vos, Cristina.