Crónica de un desastre
La película es realmente floja, extremadamente mecánica, poco creativa y demasiado basada en gags puntuales que, por eficientes que puedan ser, no alcanzan para articular de modo orgánico una narración cómica. El relato básicamente peca de extremadamente previsible y lineal. Y su previsibilidad está dada por la máxima que la película se encarga de destacar hasta el agotamiento de su propia comicidad: todo lo que sale mal puede seguir saliendo peor, y saldrá peor irremediablemente, especie de ampliación cuantitativa de la denominada “Ley de Murphy”, según la cual “todo lo que pueda salir mal, saldrá mal".
El film desarrolla hacia los últimos dos tercios una especie de síndrome de Estocolmo inverso (secuestradores simpatizando y en complicidad con el secuestrado), con el que ya habían probado -y logrado- mejor suerte en los 80 Abrahams y Zucker con el film Por fin me la quité de encima (1986) con Judge Reinhold y Helen Slater, en el rol de los secuestradores, Bette Midler, en el rol de la mujer secuestrada, y el genial Danny Devitto como el marido desamorado y materialista. Entre las muchas diferencias con aquel film (no genial pero correcto) es que la secuestrada no pretendía engañar a sus ingenuos secuestradores (quienes como en el film que nos ocupa toman esta medida extrema de modo desesperado, aunque en el fondo son buenos de corazón, honestos, etc.). La seguidilla de engaños y contraengaños en la que cae Quiero matar a mi jefe 2 no hace más que repetir como cantilena la máxima expuesta desde el comienzo: son idiotas, torpes e ingenuos y todos se aprovecharán de ellos en todas las formas posibles: los engaña el hijo del empresario, el empresario, Julia, la dentista y hasta Dean “Mother Fucker” Jones. Básicamente es un círculo de bullying permanente a un trío de personajes con los cuales no resulta fácil empatizar.
Las narraciones cómicas que tematizan la inoperancia tienen el problema de que cuando el núcleo de la trama está asentado en esa máxima (los héroes son idiotas, torpes, etc.), está sabido de antemano que no hay forma de que las cosas salgan bien, y entonces el devenir del relato debe hacer algo para distraer o desviar las anticipaciones y las evidencias. A diferencia de la estrategia del paroxismo cómico (en el cual se expone cómo una tarea aparentemente sencilla que es encomendada al héroe se va complejizando hasta transformarse en un cataclismo desastroso y extraordinario), este concepto más bien lineal ha puesto ya todas las cartas sobre la mesa, y lo único que cabe hacer es distraer al espectador, es decir, intentando desviar la anticipación irremediable del desenlace por medio de una serie de acontecimientos que permitan sostener en el tiempo la ilusión de que las cosas pueden salir medianamente bien. Nada de esto ocurre en el film, cuya ausencia de estrategia en esta dirección hace del relato una especie de crónica del desastre. Las únicas estrategias que se ponen en juego son los gags, que como en general son recursos que detienen la dinámica del relato, una acumulación cuantiosa de chistes verbales y/o visuales es el único manotón de ahogado que resta utilizar. Sin embargo, y como es evidente, esto no resuelve el problema, sólo aletarga lo inexorable, la fuerza de gravedad inexcrutable de un final que se impone ya desde su principio y que no deja al espectador ningún resquicio donde protegerse del porrazo.