El protagonista de la cuarta película del chubutense Víctor Jorge Ruiz ( La última mirada, Ni vivo ni muerto ) es un hombre de mediana edad que gana mucho dinero en Buenos Aires (lo que, según declaró el director en una entrevista reciente concedida a la agencia de noticias Télam, sería considerado hoy como "un triunfador del sistema"), recibe la infausta noticia de una enfermedad incurable y decide entonces reencontrarse con un pasado que dejó archivado en la Patagonia. Allí habían quedado anclados un amor trunco, una dolorosa historia que involucra a un padre peronista perseguido por la dictadura en los años setenta y un secreto por develar necesario para armar un rompecabezas familiar del que había perdido interés hasta enterarse de su fatídico diagnóstico. Lo notable de Quiero morir en tus brazos es su anacronismo. Pareciera que para Ruiz no hubiera existido ni por asomo la profunda renovación que vivió el cine nacional a partir de la década del 90, un dato en el que, por remanido a esta altura, no vale la pena abundar.
Literal hasta el hartazgo, incluso en el cumplimiento a rajatabla del mandato del título, la de Ruiz parece una película de otra época del cine argentino -básicamente de los 80, una etapa bastante oprobiosa en términos estéticos e ideológicos-. Plagado de declamación, tedio y solemnidad, el guión obliga a su elenco a enunciar textos acartonados, obvios y efectistas sobre el amor y la política, entendida como una disputa entre buenos y malos, entre héroes impolutos y perversos sin cura, una inclinación que, justo es decirlo, también han exhibido películas argentinas de notable suceso comercial. Aún teniendo muy claro que el Incaa debe desarrollar una política de apoyo firme y decidida a la producción de cine en el país, la pregunta que vuelve a aparecer es recurrente: ¿cuáles son los verdaderos criterios para elegir los proyectos? Cuesta entender cuál es valor de muchas de las películas que se producen con dinero del Estado, independientemente de sus resultados en la taquilla.