La nueva película de Raúl Perrone ratifica un rumbo y un período de gran intensidad experimental sin abandonar las raíces populares de su cine
Nadie sabe muy bien qué pasó con Raúl Perrone, el padre del cine independiente argentino. Un día abandonó inesperadamente el realismo austero de sus películas de antaño y empezó a trabajar con un registro que reenvía sus películas recientes al inicio del cine, a ese preciso momento cuando todo estaba dispuesto para ser inventado y no había reglas precisas acerca de qué debía ser el cine. No es otro tiempo que el de la edad de la independencia. En efecto, desde Las pibas y P3nd3jo5, Perrone retoma el gesto de aquel cine pero en clave digital, y esta nueva independencia en la que vive parece inagotable.
Dividida en dos movimientos sin nombre, Ragazzi arranca en Ituizangó, la tierra del cineasta, pero imagina ahí y pone en escena la muerte de Pier Paolo Pasolini, un cineasta muy diferente a Perrone, pero no en espíritu, pues lo popular los atraviesa y los define. No se trata de un biopic crepuscular, como el que recientemente le dedicó Abel Ferrara al director de Accatone. Es más bien un homenaje espectral acompañado por jóvenes que pueblan las calles de Ituizangó. La figura del cineasta italiano aparece cada tanto, como también la de sus verdugos, pero son los jóvenes quienes predominan en escena. Alguna que otra situación amorosa articula el relato, una madre castradora es una presencia asfixiante y el resto se circunscribe a contemplar la vida fugaz de los pibes. Los diálogos son mínimos y no solamente evitan cualquier evidencia de naturalismo sino que, además, los muchachos hablan una lengua desconocida. Los textos, de naturaleza poética, pertenecen a Pasolini o al propio Perrone.
La gran novedad de Ragazzi es que el segundo movimiento tiene lugar en Córdoba. Solamente Perrone consigue transfigurar el río Suquía de la ciudad de Córdoba en un emplazamiento encantado en el que los jóvenes que quedan al margen de la sociedad de consumo y su orden socioeconómico ejercitan su derecho al ocio bañándose en un río que para muchos es pura mugre. En los 40 minutos de esta segunda parte no hay grandes acontecimientos, pero el conjunto es un verdadero evento perceptivo.
Es en este segmento en donde Ragazzi alcanza su esplendor: el registro de los cuerpos y los rostros reaviva la vieja magia del cinematógrafo por la cual a través de un lente mecánico se aprendía a ver el mundo de una forma desconocida. Los primeros planos en contrapicado de la cara de los pibes conjuran la obsesión narcisista del selfie y materializan la dignidad de estos anarquistas involuntarios. Al filmarlos jugando en el agua, los múltiples fundidos enfatizan una experiencia tan sensorial como lúdica, la cual viene matizada por algunos planos sobre el mundo circundante que convierten los alrededores del Suquía en un espacio originario en el que el mundo de la naturaleza también se emancipa del yugo de la productividad. Los caballos que tiran de los carros descansan al lado del río y el cielo de Córdoba recupera su dimensión poética.
Ragazzi no pretende funcionar como un limbo poético. Las marcas del tiempo son visibles. La amenaza de un mundo terrible y un orden social injusto está ligeramente presente. Cada tanto suenan las sirenas de la policía y el peligro es inminente. Pero prestar atención al ocio de los desposeídos y darle una imagen es en cierta medida un acto de rebeldía. El placer de los ricos se conoce porque se ve siempre en el cine. He aquí una forma de hedonismo desmarcada del spa y la artificialidad del ocio obsceno. Imágenes desconocidas y de una potencia física que parecía desterrada del cine obligado al espectáculo infinito.