Hundidos en el yerbatal
A veces el cine documental termina por compenetrarse tanto con el objeto que muestra, que el resultado final es mucho más contundente y relevante que el disparador que tomaba para iniciar su relato. Raidos (2016) de Diego Hernán Marcone trabaja con ideas sólidas sobre el trabajo, la explotación y el esfuerzo necesario para poder cumplir sueños a pesar que el contexto y la dura realidad no anime a nadie a buscar otro rumbo.
Marcone lleva su cámara a un pequeño pueblo del norte argentino llamado Montecarlo, en el que la actividad principal del lugar, la recolección de hojas de yerba mate, termina por configurar un escenario poco propicio para las aspiraciones más profundas de aquellos que habitan el lugar.
La “tarefa” (nombre específico de la actividad de la cosecha de yerba), domina las vidas de aquellos que la hacen. “Cuando éramos chicos era una diversión el yerbal, ahora no”, afirma uno de los que componen el “elenco” de la película. Y en esa afirmación hay una profundidad que a lo largo del largometraje no sólo se fortalecerá, sino que, mientras Marcone muestra en la pantalla la realidad de la actividad, se presenta como el principal punto a resolver entre las víctimas y los victimarios de un sistema que fagocita sueños y esperanzas de progreso.
“Empecé en la tarefa a los 13 años, con mi vieja, y con el tiempo dejé el estudio” dice otro personaje, y luego asistimos al registro de un “empleador” que abona las jornadas de arduo trabajo bajo el sol que curte la piel. La película utiliza los detalles para destacar alguna actividad al reposar la mirada en, por ejemplo, el lavado de la ropa de trabajo a mano en recipientes plásticos que contienen la suciedad del esfuerzo diario por conseguir un peso, logro de un director que debuta con esta crónica humana.
Por momentos el director decide virar la acción hacia algo más lúdico, como puede ser un partido de fútbol, porque detrás de las historias personales y particulares, hay una unificación de los cuerpos que narran desde el goce y la libertad que la noche ofrece y que potencian el corpus del film.
La película desanda un relato sobre el desarraigo aún en el propio grupo de pertenencia. Dos jóvenes descansan, se miran, se cuentan historias y luego juegan con sus cuerpos formados bajo el esfuerzo laboral, en su origen, para mostrar una veta mucho más relajada del objeto que se analiza a lo largo del film.
Los taraferos continúan con la actividad, aguardan su paga y se disponen el sábado a quemar esos pocos pesos que le han brindando, y por suerte allí está la cámara, para dejar en claro que no es lo mismo trabajo que explotación, sueños que delirios, crisis y cambio, para poder seguir apostando a un tiempo que debe venir para sanar y curar heridas.