A 37 años de su debut en la pantalla grande, John Rambo sigue metiéndose en problemas que lo llevan a involucrarse en guerras personales, batallas de un solo hombre contra el grupo de malvados de turno. En esta ocasión, la quinta película (o carnicería) del veterano de Vietnam es desatada contra un cartel mexicano cuyos integrantes, como no podía ser de otra manera, encarnan lo peor de lo peor de la humanidad.
Es muy fácil pegarle a esta saga por facha, por el carácter reaccionario de los actos de su protagonista, por la absoluta falta de sutileza a la hora de retratar a los enemigos, pero pocas películas han logrado conectar con el aire de su tiempo como las de la saga protagonizada por Sylvester Stallone: aunque arrugado y con los músculos algo oxidados, este hijo de la era Reagan mantiene su capacidad para devolver una reflejo perfecto del ideario del ala más conservadora de los Estados Unidos.
Y lo que ven allí son, como siempre, amenazas en todos lados. Con el comunismo en franca retracción, el enemigo por excelencia de la última década, esa otredad contra la cual oponerse, es el mexicano. Así, en singular, en tanto aquí los matices importan poco y cualquier ser humano con pasaporte azteca es -salvo que demuestre lo contrario- narcotraficante.
Más allá de que el director Adrian Grunberg -el mismo de Vacaciones explosivas / Get the Gringo, otra desquiciada batalla de un hombre blanco contra la peor calaña mexicana- presta más atención a las emociones de John Rambo, a quien intenta humanizar mostrándolo insertado en una dinámica familiar, el arco argumental de Rambo: Last Blood -que se anuncia como la despedida definitiva del veterano de guerra de las pantallas- es prácticamente igual a los anteriores.
El ex soldado está tranquilo en su casa de campo, dedicado a los trabajos hogareños y rurales, hasta que secuestran a su sobrina, único miembro directo de su familia. Los responsables son unos traficantes de mujeres encabezados por los hermanos Martínez (Óscar Jaenada y Sergio Peris-Mencheta, ambos nacidos en... España) y cuyo centro de operaciones está en un pueblo limítrofe diseñado a imagen y semejanza de la imaginación de Donald Trump.
Y hasta allí irá este hombre aquejado por el paso del tiempo, pero con el mismo apetito de violencia de siempre. Una capacidad que se muestra en su esplendor durante la última media hora, con hectolitros de sangre latina derramada por el suelo, concretando así otro triunfo de la civilización blanca contra la barbarie trigueña.