Vuelve Rambo. Innecesario regreso.
A fines de los 70 y comienzo de los 80, corrían tiempos de conservadurismo retrógrado y rancio en el mundo, que se extenderían hasta bien entrados los 90. Reagan y Tatchter eran las figuras del mundo político. Sylvester Stallone convirtió dos personajes en íconos: Rocky y Rambo. Así, apenas con un apodo y un apellido, cortos, fáciles de memorizar, ya se decía todo. Y, ambos, bien podían considerarse representaciones culturales de su tiempo.
Si toda la construcción del sueño americano, a partir del deporte y del esfuerzo individual, parecía encarnarse en el boxeador; el de la posibilidad de salir del trauma de la guerra, y sobre todo, de la derrota nacional, se corporizaba en el del veterano de Vietnam.
Más allá de los toques de humanismo y de las justificaciones pergeñadas en Rambo: primera sangre (1982), para “salvar” a su protagonista, la saga siempre recibió críticas por el uso de la violencia, que algunos consideran excesivo y otros efectista, pero que siempre denota una filosofía más profunda que la respuesta al mero regodeo morboso del espectador.
Después de cuatro títulos, llega Rambo: Last Blood, que parece venir a cerrar la saga. John Rambo (Stallone), retirado en su rancho familiar, vive alejado y tranquilo. Hasta que su sobrina, en busca de su padre, cruza a México y es desaparecida por un cartel que comercializa drogas y mujeres. Todo está servido para que la última aventura dé comienzo.
El grado de irresponsabilidad en fabricar y mantener estereotipos en superproducciones hollywoodenses es moneda corriente. Pero antes de llegar a eso, y centrándonos en el asunto artístico, sólo se puede decir que esto es una vergüenza. Las previsibilidades en el guion, las inverosimilitudes, los personajes de machietta, las actuaciones superficiales, los «mensajes» a transmitir, son un agravio al cine. Y a la inteligencia.
La subestimación del espectador, ofreciendo todos los golpes bajos posibles, y las justificaciones del uso de la violencia sanguinaria y “redentora”, en cataratas de sangre y muestrario de todas las maneras posibles de matar, no deberían ni causar gracia, aunque no sea esa la búsqueda final y porque no es la intencionalidad final, claramente.
Que haya latinos buenos, que hacen de sirvientes, y hayan conseguido que el protagonista entienda y hable el idioma, no compensan, ni mucho menos, la construcción de una amiga traicionera y resentida o la de los miembros del cartel mexicano: criminales, sociópatas, machistas y, a la larga, bastante idiotas y perdedores, que viven tras la frontera donde todo está permitido y los policías yanquis no pueden hacer nada porque no tienen jurisdicción (como se dice explícitamente). Donde no hay Ley, hay necesidad de un Rambo.
De lo que no hay ninguna necesidad, es de estos productos que siguen manejando conceptos raciales, de género, políticos, sociales, clasistas, que sostienen un mundo que es imprescindible denunciar, desfondar y reconstruir.
Rambo: Last Blood ni siquiera se merece un público que se escude en el gusto culposo y que se justifique desde la risa para pensarse como estando afuera y no sosteniendo estas ideas, como mínimo, reaccionarias.