Su título, secuencia de créditos y hasta las redes sociales del propio Stallone parecen asegurar que Last Blood será la última entrega de la saga de Rambo. Sin embargo, más que una clausura efectiva de la franquicia iniciada en 1982, la película se presenta como una suerte de híbrido entre aquella y otras dos sagas —Búsqueda implacable y Mi pobre angelito— que, por alguna razón, se infiltraron como influencias en el show de despedida de John Rambo. El resultado: un film-Frankenstein tosco y previsible, en el que la espectacular “última sangre” no importa tanto como la tediosa justificación detrás de su derramamiento.
Además de la milagrosa ausencia de un subtítulo del estilo de “La última batalla” o “La matanza final”, lo que más sorprende de Rambo: Last Blood es cómo organiza su narrativa. Aparentemente motivada por la máxima “primero el deber, después el placer”, se obliga a sí misma a presentar y desarrollar una serie de conflictos y personajes que poco parecen atraerle, pero a los que aún así decide dedicarles una hora entera de su duración. ¿El motivo? De algún modo, cree que en ellos reside la única forma de justificar su desbordado y sangriento último tercio. Es decir, para salir a jugar y arribar a ese oasis de tiros y sangre, la película primero debe hacer la tarea, lo que para ella significa desenvainar una arquetípica trama de venganza, estirarla innecesariamente y ponerse en la piel de un thriller de Liam Neeson que no es ni quiere ser. Aún así, lo hace, con un desgano y una pereza casi tangibles que, por otra parte, ofrecen un contraste radical con la creatividad y el virtuosismo puestos al servicio del último acto. Piensen solamente en la cantidad de armas y recursos que Rambo emplea para librarse de los villanos —decenas de desechables malhechores mexicanos que, sorprendentemente, no están asociados al narcotráfico, aunque sí a la trata de blancas—, y en cómo la película, con ritmo, euforia y sin hacerle asco al gore, decide retratar aquella masacre sin sentido. Se trata de un explosivo enfrentamiento final que satisface todas las promesas —hasta ese momento, incumplidas— que una nueva película de Rambo puede enunciar, con sus esperadas dosis de acción, inacabable acumulación de cadáveres y hasta con el propio protagonista poniendo música de fondo para hacer que esta matanza sea aún más entretenida. En perspectiva, es como si esos treinta minutos finales fuesen lo único que verdaderamente le interesa contar a Rambo: Last Blood; mientras que todo el drama que los antecedió queda reducido a un mero y extenso preludio, a una excusa sobrada para que el ya cansado veterano de Vietnam empuñe, una vez más, su icónico cuchillo.
Asimismo, la película cuenta con una absurda cantidad de subrayados que no sólo entorpecen su andar, sino que también prueban ser agotadores. Y si uno de los méritos de la primera Rambo, la de Ted Kotcheff, era su capacidad para adentrarnos en la psiquis de su protagonista (entre otros recursos, mediante unos rápidos y, tal vez, poco elegantes, pero sumamente eficaces y precisos flashbacks visuales), uno de los mayores problemas de la última Rambo, la de Adrian Grunberg, es su incapacidad para lograrlo visualmente. En cambio, apela a densos diálogos explicativos (que nos recuerdan constantemente quiénes son los personajes, cómo se sienten y qué hacen, hicieron o harán); a personajes unidimensionales que aparecen y desaparecen con fines puramente expositivos y funcionales al guión (el de Paz Vega es el mejor ejemplo); a una invasiva voz en off que recuerda frases de cierto peso dramático que fueron dichas hace apenas unos instantes; y, por último, a la ridícula repetición de secuencias. En otras palabras, dentro del mismo film no hay uno sino dos montajes de Rambo preparándose para la llegada del equivalente mexicano de Tom Hardy y sus secuaces; no hay uno sino múltiples planos de él afilando su cuchillo; y, la mejor de todas, no hay una sino dos escenas en las que el protagonista contempla las tumbas de los que ya partieron. Afortunadamente, estas últimas ocurren hacia el final del relato; de lo contrario, algún espectador distraído podría pensar que se confundió de sala e ingresó por error al reestreno de alguna de las últimas entregas de Rocky.
De hecho, podría decirse que esa imagen, la del protagonista solo y abatido en un cementerio, se ha vuelto una de las más recurrentes en la filmografía crepuscular de Stallone. Víctimas de la nostalgia, sus personajes miran, desde un presente infeliz, lleno de ausencias y sufrimiento, hacia atrás, hacia un pasado ya lejano, irrepetible y mejor. En síntesis, un insospechado reflejo de aquello que las audiencias probablemente sientan al ver Rambo: Last Blood.