En el presente de John Rambo poco queda de aquella épica de resistencia de Vietnam, salvo los cuadros y las medallas en las paredes, la repetición de una vida subterránea puertas adentro de la granja paterna. El campo de batalla ahora es el doméstico, y los vecinos de México, los peores villanos. Pese a la aparente comunión ideológica con aquel origen en los albores del reaganismo, lo que queda en el enfrentamiento contemporáneo es la parodia de sí mismo, que es lo que mejor funciona. Una violencia gore, iconoclasta, que burla a propios y ajenos.
Stallone pone todo al servicio de su gesta final, que es solo suya y de nadie más. Para llegar ahí hubo drogas, prostitución, mucho castellano y un malvado de la talla del Luis Rey de la serie Luis Miguel. La pétrea presencia de un antihéroe desplazado como el que encarna la figura ajada de John Rambo, con cicatrices tan procaces que parecen escupitajos, permite sobrevivir a la poca intuición visual de Adrian Grunberg. Las escenas de peleas, que filmadas por un director de impronta clásica hubieran resultado viscerales, parecen salidas de cualquier videojuego. Eso sí, salvo cuando huesos y órganos ganan el primer plano.
Todo ese imaginario latino convertido en clisé de maldad y pobreza desborda cualquier vaticinio, hasta que descubrimos que todo el goce está en casa, en la trinchera de ese veterano convertido en solitario vigilante, más muerto que vivo, como la última gota de sangre.