Otras (nuestras) canciones
Mis suegros son correntinos, se vinieron siendo jóvenes para Buenos Aires, donde tuvieron sus tres hijas, construyeron su casa y armaron su vida. Son gente muy bondadosa y aparentemente muy simple. Y digo aparentemente porque cuando uno les deja el espacio para expresarse, van revelando variables en sus puntos de vista sobre el mundo que son complejos en su particularidad. Para mí puede ser un trabajo escucharlos, pero no por defecto de ellos, sino propio: hay que saber escuchar, abrir el oído al otro y yo estoy demasiado habituado a escucharme a mí mismo. Eso es algo que lo vinculo no sólo con una formación individual, sino también con mi identidad: los porteños somos muy ruidosos, vamos a mil por hora y solemos no mirar demasiado al que es distinto a nosotros. Entonces uno se pierde de descubrir otro mundo, compuesto de vivencias, sensibilidades, tiempo, sonidos diferentes. Y lo cierto es que eso que se puede considerar como ajeno es mucho más cercano de lo que parece.
Ramón Ayala, debut en la dirección del fotógrafo y artista plástico Marcos López, instaura la obligación -virtuosa y enriquecedora por cierto- de prestarle atención a culturas y expresiones que a determinados individuos se nos escapan. Lo hace poniendo en evidencia lo representativa que es la figura de Ayala dentro del folklore misionero y a la vez el desconocimiento -o poca asociación entre su nombre y su obra- en otros ámbitos del país. Es una puesta en escena de una revelación cultural, principalmente a través de la retroalimentación: en cierto modo, este documental es tanto obra de López como de Ayala, ya que el primero toma a un personaje apasionante como trampolín para decir muchas cosas más, mientras el segundo usa a la cámara como soporte necesario para expandir su poesía, muy bella en su capacidad descriptiva.
Hay un gran mérito por parte de López, que es el de aglutinar varios tópicos en sólo algo más de una hora: su película no sólo habla sobre la obra de un artista original e influyente, sino también de la construcción cultural y popular misionera, cómo se vincula con otras expresiones y el choque con la mirada porteña, lo hace de manera siempre interesante y a la vez sintética, precisa. Esto viene derivado de otro aspecto: el realizador jamás pierde de vista el centro narrativo y formal, que es Ayala, un personaje auténtico y humilde en sus modos, pero con una gran potencia y autoridad para dar a conocer su obra.
Lo dicho anteriormente explica también cómo en el film hay una multitud de planos descriptivos, de contemplación de las personas y los paisajes, que por suerte no son un mero relleno, sino que constituyen un diálogo discursivo, incluso ideológico, entre distintas formas de ver el mundo. Hay una interpelación mutua entre la ciudad y la selva, entre la Capital y el Interior, donde quedan claras las diferencias, pero también los posibles cruces e incluso la necesidad de que esos vínculos existan. Ahí es donde la poética de Ramón Ayala -el artista, pero también la película-, sutil y moderada, pero también firme y contundente, se constituye en un llamado a la comunión, de abrazo a las diferencias. Esa, por cierto, es una valiente declaración de principios.