Perdidamente enamorada de los paisajes sórdidos de las zonas más australes de la bellísima Islandia, me volví adicta a todas las películas que se sitúan en este país. Hace tres año el visionado de La increíble Vida de Walter Mitti que transcurre gran parte en la montaña de origen volcánico Kirrujfell, me hizo redescubrir un lugar y un espacio absolutamente cinematográfico. Con el descubrimiento aparecieron la memoria y junto con ella los recuerdos de haber sido fan del director islandés Dagur Kári –Virgin Montain, Dark Horse, Noi, el Albino- , la impenetrable frialdad con que los islandeses filman, generan un clima desconcertante. Son fríos, un cubito, pero esa helada, esa manera de trasmitir los sentimientos, de forma tardía, austera – absolutamente unidimensional- generan un extrañamiento que concluye siempre en el asombro y en la congoja.
Las películas islandesas son una puñalada, recuerdo haberme quedado con un sentimiento raro al terminar de ver Virgin Montain, de Kári – Corazón Gigante- la película que muestra la vida de un cuarentón absolutamente solitario que finalmente se involucra con una señorita y termina enamorado. Los islandeses, hombres y mujeres de clima polar, son intransigentes para el amor, les cuesta y esa nevada sentimental se trasmite en las películas, y eso está bueno. La planos generales de esos personajes inmensos – además son grandotes- sumergidos en la soledad del paisaje, las ausencia de palabra, y la letanía de la imagen, generan un clima raro, pero a su vez diferente al mainstream. Por ello, y aunque el protocolo resulte casi apologético del cine islandés, la antesala de mi reseña de Rams, es pertinente para que el público se atreva a explorar nuevos mundos y nuevas lejanías.
El tráiler de Rams me generó mucha curiosidad, y ese sentimiento se sostiene en toda la película. El director Grimur Kakonarson – vi su opera prima Sumarlandia en un BAFICI- lleva la disputa familiar al valle de los carneros, un lugar inhóspito, absolutamente rural de Islandia. Dos hermanos, Gummi y Kiddi están peleados a muerte, los dos señores – gigantes- viven en granjas contiguas pero no se dirigen la palabra, subsisten de la crianza de ovejas y sus relación esta mediada por un perro que pasa el mensaje de una granja a otra. El conflicto esencial es la enemistad y la rivalidad llevada al límite de lo grotesco. Un pueblo chico en donde la soledad de estos dos hermanos se vuelve incompresible, y lo no decible, que funciona extraordinariamente.
No sabemos a ciencias cierta porque están peleados. Kiddi (Theodór Júlíusson) es el hermano sensato, el que va de frente, es el bueno. Gummi (Sigurður Sigurjónsson) es el hermano temeroso, el que va de atrás, el resentido, es el villano. La película empieza con un concurso de carneros, los dos hermanos compiten por ver quien tiene “la mejor oveja”, las miradas de Gummi se centran en Kiddi, quien lo ignora. Lo mira con odio, recelo que deriva en una traición. Desde allí, la disputa se tornará de una violencia – absolutamente silenciosa- que apabulla. Pero en esa pelea, el director pone toda la carne al asador y es imposible no tomar partido por Kiddi.
Los cuerpos desnudos, filmados de manera absolutamente salvaje – los viejos son dos fieras- y las imágenes bucólicas del aislamiento, construyen un escenario desalentador para ambos. Rams es una película triste, es monocorde – quizás demasiado- y se repite constantemente, pero es interesante de explorar. Como esos dos hombres desnudos – la escena final es memorable- el espectador siente, se involucra con la pelea y se deja llevar por la nostalgia que propone el director. ¿Cómo terminan estos dos?, es la pregunta que sobrevuela el metraje y en ese misterio – en ese silencio bien islandés- es donde la película funciona.