Los documentalistas suelen interesarse por cosas invisibles para los principales medios de comunicación. Es así que en Rancho hay protagonistas de dos materiales distintos: los de carne y hueso -presos de un penal de máxima seguridad, hombres con sueños, miedos y anhelos-, y esa mole de ladrillo, cables sueltos, cemento y barrotes que es la cárcel.
No es la primera película reciente en aproximarse al universo carcelario. Así lo hicieron, por ejemplo, las muy buenas Pabellón 4 y La visita. Pero si ellas elegían centrarse en aspectos particulares, el director Pedro Speroni utiliza una cámara asfixiante, pegadísima casi siempre a los rostros curtidos de quienes, en su mayoría, hace años están cumpliendo una condena por delitos de todo tipo, con asesinatos pero mayoría de robos, para escuchar con paciencia qué piensan, qué sienten, cómo fue posible que sus vidas los llevarán hasta ahí.
La marginalidad y la violencia familiar son factores comunes en todas las historias que van entrelazándose con distintas postales de la vida diaria. Tan apegada está a sus protagonistas, que Rancho por momentos se empapa de esa deriva y no parece saber muy bien qué quiere contar, hacia dónde ir en términos narrativos.
Entre quienes hablan sobresale un boxeador petiso y de nariz quebrada cuyos entrenamientos frente a la bolsa conjugan aspectos físicos y emociones. Sus golpes son descargas de bronca contenida, la posibilidad de un futuro cercano –está a la espera de la firma final para salir– en libertad. El muchacho se mueve hasta cuando está sentado, una espera ansiosa que Speroni comparte como un compañero más. Rancho es, entonces, el registro de una comunidad involuntaria cultivada en convivencia obligada.