UNA ÉTICA POSIBLE
La película de Pedro Speroni descubre ese velo que a muchos les cuesta correr y nos introduce con su cámara a una cárcel de máxima seguridad de Buenos Aires. Despojada de la espectacularidad mediática y a través de un montaje preciso, nos permite conocer progresivamente a diferentes hombres encerrados y deja que la observación misma permita articular los discursos. Y no solo eso. Además, es una constante interpelación al espectador acerca de lo que se ve y cómo se procesa. No solo los que están encerrados construyen sus fantasías sobre el afuera; también nosotros desterramos las fantasías que tenemos sobre el adentro. Detrás de esas enunciaciones hay fisuras familiares, institucionales y políticas. El fuera de campo es también terrible. Si se pierde de vista esto, el análisis siempre quedará sesgado. Pero una película no se hace solo para ser analizada o para tomar conciencia. Muy pobre sería la historia del cine si quedara relegada solo a esa intención.
Rancho también es un trabajo estético de colores apagados por momentos y que se encienden cuando algunas dosis de ilusión o de humanidad afloran en medio del desastre del hacinamiento. También es un seguimiento que demandó seguramente horas y horas de difícil convivencia, y que pone a los documentalistas en esa veta de tinte evangélico: hay que bancarse estar en el lugar que elige registrar, ser uno más, ver y escuchar desde una posición de igual, nunca de arriba, y lograr la empatía con quienes estén dispuestos a invitarte a su propio mundo de confinamiento. Speroni nos mantiene en la ilusión de que así es. Lo prueba el vínculo que logra con Bilbao, el protagonista excluyente, un boxeador que dice estar preso por robo “cuando a otros violadores y asesinos los largan enseguida”. Es un poco la esperanza de sus compañeros, y sobre todo, de otro personaje destacable, Artaza, una especie de rufián melancólico que ha pasado más tiempo en la cárcel que afuera, y que es capaz de extrañarla cuando está libre.
El itinerario de Bilbao marca el tiempo de la película. Y al final, cuando accede a la libertad, la cámara sale un toque para despedirlo y vuelve a la cárcel. Entonces terminamos por creer que hay una ética posible en quien filma, de corte cristiano legítimo: se queda en el lugar donde más lo necesitan.