Los chorros también sueñan
Como en las mejores muestras de cine directo, el realizador debutante logra en "Rancho" una familiaridad tal con la situación de rodaje por parte de los internos, que es como si la cámara y el equipo fueran los invitados silenciosos de ese penal que no es como cualquier otro.
“Este mundo es de nosotros, los delincuentes”, le dice el Viejo Artaza a Bilbao, boxeador amateur a quien intenta convencer de que no nació para estar allí. “Allí” es una cárcel de máxima seguridad inidentificada, donde Artaza es el encargado de guardar el orden y la disciplina. El hombre no es “el poronga” sino algo así como el cacique de la tribu. Su ascendiente sobre los demás presos, su autoridad, el respeto y cariño que irradia, no son producto de la sumisión, la esclavización, el terror, sino de su condición de “viejo sabio”, de motivador incluso. Como si de un nuevo Borges, Calderón de la Barca o maestro zen se tratara, postula que “esto es un sueño”. “El chorro vive soñando con conseguir todo lo que quiere. Siempre quiere más, y a la larga todos terminamos acá”.
Como en las mejores muestras de cine directo (Primary, Don’t Look Back, las películas de Frederick Wiseman), el realizador ¡debutante! Pedro Speroni logró en Rancho una familiaridad tal con la situación de rodaje por parte de los internos, que es como si la cámara, él y el equipo fueran los invitados silenciosos de ese penal que no es como cualquier otro. Todos ellos “desaparecen” para registrar, como con una cámara-sorpresa (con la diferencia esencial de que aquí los filmados saben que lo son), la cotidianidad de estos presos que, si no fuera por los espacios pequeños, el batiburrillo de objetos personales, el encierro de las cuatro paredes, algún momento de aburrimiento, sus deseos de irse, se diría, por lo relajados que se los ve, que están en un día de picnic.
Speroni no pretende filmar la vida de la cárcel en su conjunto (en una única escena se ve a un guardia, las rejas sólo cuando los presos salen al patio o el pasillo, ninguna rutina que no sea la propia) sino sólo la de los presos. Parecería que ellos se autoadministran: se cocinan, se bañan cuando les parece, se imponen un orden propio. Son jóvenes o tipos como cualquier otro. Aunque se dediquen a chorear, hayan matado a su padrastro porque lo sorprendieron pegándole a la madre o sean capaces de castigar a un traidor pateándolo, metiéndole un fierro en la boca, orinándole encima y quemándolo con cigarrillos encendidos. No son ningunos angelitos y en más de un caso ni siquiera dan muestras de estar dispuestos a “rescatarse”. “Yo no sé si no voy a robar más”, se sincera uno. “Dejar de robar es como dejar de fumar, hay que esforzarse todos los días”, reflexiona otro.
Está también el caso clásico del que quiere dar un último golpe que lo salve para toda la cosecha, y después retirarse. Domina el uso de la paradoja: “Voy a dejar de robar robando”. Su contertulio le aconseja que no lo haga, así como el cocinero pide permiso con la mayor educación para servir la comida, o el Viejo Artaza plantea con claridad las reglas del juego en el Pabellón Tratamental. Trabajar, lavar los pisos, no tirarse a chanta, nada de droga y nada de alcohol. Más allá de los diálogos sin desperdicio, en los que el espectador de clase media podrá aprender casi completa la lengua tumbera, hay en la notable ópera prima de Pedro Speroni dos secuencias memorables. Una es la del día de visita, donde la cámara sigue uno por uno todos los rituales de unos condenados que se comportan como padres amorosos, como novios o maridos fieles. Se bañan, se empilchan, se peinan, se ponen lindos. Un preso le acomoda la ropa a otro. Cuando la espera de los seres queridos se hace demasiado larga se los ve preocupados, desilusionados, comidos por los nervios. Hasta que los parientes llegan.
La otra gran secuencia es la final, cuando la cámara sigue a un preso en un largo travelling desde atrás, para permitir que el espectador viva la singularidad, la esperanza, la emoción contenida de la situación. Es la frutilla en la torta: durante toda la película el espectador ha compartido con los protagonistas una cotidianidad que no hace de ellos unos monstruos, sino unos congéneres.