Héroe accidental
¿Puede tener alguien más problemas de identidad que un camaleón? Sí, un actor. Ni qué hablar entonces de Rango, camaleón actor. Como además es un pusilánime, cuando las papas quemen se hará pasar por héroe. Hasta que quemen en serio y deba convertirse en lo que hasta entonces fingió ser. Lo interesante de Rango, nuevo hallazgo de la aventurada animación contemporánea, es que incluso en ese momento la condición de héroe no será un paso definitivo, la asunción de una entidad cristalizada, sino una circunstancia azarosa, transitoria. Uno más de la serie de tránsitos que llevan al héroe de la ciudad al desierto, del presente al pasado, de lo real a lo mítico, arrastrado por la clase de comedia frenética y acumulativa que cabía esperar de Gore Verbinsky, el realizador de Piratas del Caribe.
Condenado a la soledad de una celda de cristal, a falta de aventuras reales, Rango, el más doméstico de los camaleones –piel verde, ojos saltones, camisa hawaiana, voz de Johnny Depp en el original– vive, como un chico, de su imaginación. Un pescadito de plástico y medio torso de muñeca le sirven para representarse como héroe de capa y espada. De pronto, en medio del desierto de Mojave, un barquinazo de la camioneta de sus dueños tirará abajo la pecera en que vive (¿o camaleonera?), y antes de que quiera darse cuenta deberá ponerse a salvo de un águila hambrienta. Es su miedo el que lo salva, llevándolo hasta el pueblito perdido de Dirt (traducido por “Tierra” en la versión doblada). Poblado por lagartos, lagartijas, cuises, tortugas y ratitas –todos ellos a caballo y muertos de sed, por la falta de agua–, en Dirt todo sigue siendo como en el lejano Oeste. Más precisamente, como en un spaghetti western.
De spaghetti western es la música (cuatro gavilanes-mariachis atruenan como filarmónica de Morricone), los villanos que aparecerán, el duelo final y hasta –faltaba más– Clint Eastwood. Encarnación literal del espíritu del Oeste, el Clint de pucho y poncho reorientará a Rango cuando éste se crea perdido para siempre. Notable fusión del mito con la realidad más crasa, el Hombre sin Nombre de la trilogía de Sergio Leone es aquí también el mero actor de Hollywood, arrastrando sus Oscar por el desierto, en un carrito de golf. Sobre guión de John Logan (Gladiador, El aviador, Sweeney Todd), la dinámica de Rango es tan trepidante como podía esperarse de Gore Verbinsky, que en la subvalorada La mexicana correteaba por esta misma zona. Aun con baches y empantamientos del terreno, el espectador es empujado, como el héroe, de peripecia en peripecia. Acabamos de darnos cuenta de que el bicho vive en cautiverio (comprobación de un solo plano, que entraña más angustia metafísica que toda la obra de Antonioni), cuando el cristal de su habitáculo ya se está rompiendo, el águila cae en picada y hay que ponerse a correr. Así todo, de allí en más.
Cualquier ocurrencia que surja, se la atrapa al vuelo, como hace Rango con cualquier bicharraco que ande volando. Ver el momento, breve como una ráfaga, en que Rango se cruza con los protagonistas de Miedo y asco en Las Vegas, disparados en su descapotable rojo. Tal vez obedezca a que todos usan camisas hawaianas. O a que uno de ellos es Johnny Depp, chiste que en la versión doblada se pierde. Los gavilanes-mariachis funcionan como coro griego-mexicano, presentando y comentando las acciones. Lo hacen a veces proféticamente, a veces ácidamente, a veces con una suerte de shakespeareanismo del sur del Río Grande: “...probó el guacamole de su propia decepción...”, cantan. Con asesoría de Roger Deakins (fotógrafo de los hermanos Coen que acaba de perder el noveno Oscar al hilo, por su trabajo en Temple de acero), en términos visuales la película nunca es menos que deslumbrante, llena de horizontes, tonos terrosos, bruma del desierto, perspectivas de las calles del pueblito. Pero hasta los detalles más ínfimos revelan un gran trabajo visual. Un reflejo permite adivinar, en las primeras escenas, que Rango se halla atrapado detrás de un cristal. La presencia de un terrible halcón se anuncia por sombras. Una última bala, disparada dentro de una pecera (¡!), permite rasgar el cristal, provocando una inundación salvadora.
Lástima que –salvo una única copia subtitulada, que tal vez justifique una peregrinación a La Plata– aquí Rango se estrene sólo en versión doblada, que impide oír las voces de Depp, de Ned Beatty como el resbaloso alcalde-tortuga, del gran Bill Nighy como la gigantesca serpiente de cascabel-asesina a sueldo, de Alfred Molina, del aguardentoso Ray Winstone y hasta del mismísimo Harry Dean Stanton, en una reaparición vocal que en Argentina jamás se habrá producido.