El cine de carreras siempre cuenta más o menos lo mismo: la sincronía entre el hombre y la máquina; un vínculo que solo unos pocos virtuosos de los fierros pueden entablar con éxito. Pero la última entrega de la saga sobre Dom y su pandilla de nobles delincuentes motorizados, como ya lo venía dobla la apuesta: ya no alcanza con ser un as solitario del volante, hay que saber trabajar en equipo para conseguir objetivos en común; sincronizarse milimétricamente con los otros y sus bólidos para realizar prodigios que ellos, solos con sus cuerpos, no podrían. Pero, en cierta forma, para poder acometer esa empresa no alcanza solo con el dominio pleno de un vehículo, porque en el mundo de Rápido y furioso la victoria le sonríe solo a aquel que demuestra el temple necesario tanto dentro como fuera de un auto. “Se maneja como se es”, más o menos así reza una de las enseñanzas que reparte sabiamente ese líder carismático en constante prueba que es Dom. La tecnología no es más que una herramienta, un mero suplemento que habrá de dejar en evidencia el propio carácter del conductor (como le ocurre a Letty, que sufre de amnesia pero sigue manejando, según Dom, exactamente igual que antes).
En el universo hipertecnológico de la serie, se requieren altas dosis de especialización en áreas múltiples para llevar a cabo las misiones que se presentan sobre la marcha. Desde la mecánica hasta la informática, tecnología militar o la física, los personajes despliegan un espectro de saberes cruzados que resulta entretenidísimo justamente por su inverosimilitud. Pero ese alarde de saberes precisos y copiosos se balancea con un humor reiterativo y un poco tonto que resulta efectivo por la franqueza de la ejecución: los actores, en plan de burlarse mutuamente, demuestran una complicidad gigantesca que ningún director podría lograr solo por su cuenta. The Rock, cada vez más una parodia de sí mismo, camina bamboleando torpemente su hipertrofiada humanidad (que parece ir en aumento de película en película); Vin Diesel, intérprete de pocas luces con apellido tuerca, supo encontrar un lugar a su medida en la serie y ocuparlo de pleno derecho: su Dom habla para la cámara con puros one-liners, pose canchera y una voz impostada, y es capaz de funcionar solo estando inmerso en el contexto de una película igualmente desaforada y consciente (y orgullosa) de sus excesos como Rápidos y furiosos 6.
En cierta medida, se trata de un cine de desclasados, de brutos actorales que se juntan para cambiar las reglas, para hacer una película que se ajuste a sus necesidades expresivas. En esa zona franca de la interpretación entran los estereotipos expulsados de otros géneros pero también raperos y hasta una peleadora de muay thai (la gran, gran Gina Carano). No se trata de hacer una película con actuaciones malas (para eso ya hay experimentos más prestigiosos como el Dogma) sino de conspirar entre todos para que sea el cine el que, por una vez, trabaje para ellos: que los planos y los encuadres y las líneas de guión y el montaje estén al servicio de la rusticidad de Paul Walker, la pesadez de Vin Diesel o del físico desbordante de The Rock (que pide prácticamente un plano propio, a su medida). Justin Lin lo entiende perfectamente, sabe que su tarea es la de calibrar la imagen a la escala de sus personajes; curiosamente y contra todo pronóstico, el director consigue algunos momentos de una elegancia formal impresionantes, como en la reunión al borde del río en el que los rivales llegan con sus autos y un puente de fondo expresa el duelo con economía y belleza mediante dos trenes que se cruzan, como lo haría una planificación clásica. Esos pequeños momentos certifican que el cine de acción bien entendido puede ser también exquisito y crear mundos tan vastos y robustos como los de cualquier otro género.
El signo de esa robustez se aprecia en que la saga puede pasar de la comedia a la tragedia sin mayores contratiempos. Esta sexta entrega, la más oscura y terminal de todas, procesa una buena cantidad de conflictos familiares sin que le tiemble el pulso a la hora de transitar el drama; al contrario, la película gana en intensidad, los personajes se enfrentan al peligro con estoicismo y salen bien parados. También Los indestructibles, aunque con menos recursos, hacía un movimiento parecido: de la primera a la segunda había un salto dramático enorme que muchos críticos rechazaron enseguida, quizás ganados por el prejuicio de que el cine de acción debe reírse de sí mismo y nunca tomarse en serio. De todas formas, Rápidos y furiosos 6 administra drama y comedia con inteligencia, siempre privilegiando el ritmo: lo que importa es seguir en carrera, que el relato no se detenga, que eche a andar ya sea con una cargada sobre la frente de Tyrese Gibson o mediante un ultimátum sombrío de Diesel. Esa elasticidad es el signo más claro de un universo que viene expandiéndose con cada película, con personajes cada vez más tridimensionales y un dominio del lenguaje del cine capaz de desmentir en apenas unos pocos planos a los detractores históricos de la saga.