Rápidos y fibrosos
Volvieron. Más musculosos que nunca; con esas espaldas anchas, fortachudas e impenetrables. Ah sí, y también hay chicas: voluptuosas, curvilíneas; con tetas tan perfectas que parecen haber sido dibujadas con compás y transportador, con cintura de abisma y glúteos que desconocen la existencia de las estrías. Los protagonistas de la saga son tan dañinamente bellos como esos soberbios autos importados que posan en las vidrieras de las concesionarias; su piel artificialmente brillosa nos deslumbra y nos enceguece como el reflejo aceitoso de una burbuja de detergente. Pero lo importante en Rápidos y furiosos son los machos porque el mundo de los autos, mal que nos pese a las mujeres, es de los hombres. Y no solamente por poseer la fuerza necesaria para empujar el automóvil cuando le agarra un ataque de pánico o por tener la suficiente habilidad para elevar al auto con el gato; los fierros son masculinos porque es una de la grandes pasiones que une a los hombres, al igual que lo hace la cancha de fútbol, como local o visitante. El sentimiento por los autos nace desde la infancia, en el ritual dominguero del lavado callejero. El proceso de limpieza de la máquina es sólo una excusa para compartir una actividad entre padre e hijo, los baldazos de agua reemplazan a las palabras que jamás serán expresadas entre el adulto y el primogénito. De hecho, los primeros juguetes de los varones son esos autitos en miniatura que parecen haber sido mágicamente achicados con un polvo de hadas. Hasta que un día, ese niño crece al igual que el auto y, por fin, toma el volante para abandonar el puesto de pasajero. La carga simbólica y emotiva que habita en el objeto de cuatro ruedas es desmedida: el auto marca la etapa de la vida de un individuo. Comienzan diminutos para hacerlo sentir gigante al infante, luego pegan el estirón y se transforman en una extensión de su cuerpo hasta que la relación amorosa con el transporte personal entra en crisis. El matrimonio se rompe y nacen nuevas alianzas: los distintos modelos desfilan como si fueran amantes hasta que llega ese día en el que la belleza y la ostentación será reemplazada por la comodidad y la amplitud de los asientos traseros.
El exceso de testosterona regresa después de dos años a las pistas, Justin Lin y su equipo de corredores cargaban sobre sus hombros el dificultoso desafío de superar la sobresaliente Rápidos y furiosos 5, la película que marcó el gran salto evolutivo en la saga. La buena noticia es que el taiwanes lo ha logrado, con exagerada ventaja, dejando boquiabierto hasta el vendedor de dulces -¿existen todavía?- y consiguiendo que muchos corazones femeninos se vuelvan fanáticas de la carrocerías deseando haber nacido con falo. Igualmente, la saga no nació ni rápida y, menos que menos, furiosa. Justin Lin encontró un auto destartalado en la calle y lo fue, poco a poco, reconstruyendo. Le cambio sus piezas débiles y berretas por otras importadas y vigorosas. Y así, con ritmo lento, se apropió de esa maquinaria pero, al cambiarle, tanto su traje como el interior del vehículo, creó un auto nuevo: imponente, imparable y poderoso hasta las llantas. Apto para competir y ganar en las ligas mayores. La saga es, justamente, el proceso de la construcción de un auto y Justin Lin fue, es -y ojalá lo siga siendo- el mecánico más minucioso, con ese especial ojo para el detalle. Pero el crédito no es sólo suyo, hay otros factores que desencadenaron esta esperada maduración narrativa y para entender esos cambios hay que hacer un poco de memoria: la película embajadora la dirigió Rob Cohen en el año 2001 pero la historia y el guión es de Gary Scott Thompson. Dos años después, se estrena la segunda a cargo de un nuevo director: John Singleton. Recién en el año 2006, Justin Lin entra en carrera y, con él, también un nuevo guionista: Chris Morgan, quien será integrante de la familia fierrera hasta el presente. Pero lo verdaderamente importante e irrelevante comienza a suceder en 2009 con Rápidos y furiosos 4 porque a partir de esa película es que se crea el dúo dinámico que hizo crecer la calidad narrativa y formal de la saga; Gary Scott Thompson regresa después de seis años de ausencia a su viejo hogar como un padre biológico que ha abandonado y entregado en adopción a su hijo cinematográfico y ahora retorna para recuperarlo; para hacerse cargo de su paternidad. Entonces ocurre lo sublime: el padre adoptivo y el biológico se fusionan para hacer crecer en conjunto a ese objeto engendrado. Cada uno aporta lo mejor de uno y así logran las nupcias, fundando a una familia ejemplificadora.
La octava película de Justin Lin conserva la tensión los 130 minutos y solamente los acertados gags le permiten un leve descanso a los puños cerrados que asfixian a la sangre que corre entorpecida por las venas. Pero los personajes ya no son los mismos: han crecido y madurado como la saga. Brian O´ Conner (Paul Walker) ahora, además de ser un papichulo, es un padre con todas las letras; con una casa, una mujer que cocina y un amplio parque con mucho césped para podar. Dominic Toretto (Vin Diesel) cambió a las maratones automovilísticas por las sexuales, con su lujuriosa mujer-policía. Hasta que ocurre lo inesperado, Luke Hobbs (Dwayne Johnson)se arrastra para pedirle ayuda a los ´´delincuentes´´, tentándolos con un par de chupetines gigantes: una foto que muestra a Letty (Michelle Rodriguez)con vida y la promesa de obsequiarles su preciada libertad. El verdadero motor argumental que hace que Toretto y O ´Conner vuelvan al ruedo, es la necesidad de recuperar a Letty porque su libertad no reside en la tranquilidad, sino en la adrenalina. Entonces, por sexta vez, comienza la hilarante aventura: la misión es sólo una excusa para volver a juntar al equipo como lo hacen los partidos de fútbol, activos o pasivos. Más divertida y salvaje que nunca, Rápidos y furiosos 6 nos obsequia en un paquete gigante, con el envoltorio más despampanante y un moño carmín del tamaño de un tractor, las mejores escenas de acción de toda la saga. La precisión que alcanza Justin Lin en cada secuencia funciona como un campo minado que explota sin cesar con cada movimiento de los personajes, de principio a fin. Y el frenesí es contagioso: cada vez que veo -y vivo- las películas de Justin Lin siento que llevo la velocidad en la sangre y que la carrocería y los fierros son lo mío. Nada más alejado de la realidad que esta afirmación, pero es tal la adrenalina que producen esos personajes encastrados en sus úteros con ruedas que logran que mis gustos muten a 360 grados y juegue a ser una Letty o una Gisele durante todo el metraje. Como el ciclo de la vida lo marca, en Rápidos y furiosos 6 vuelven los autitos de juguete para el jovencísimo nuevo integrante del grupo, quien crecerá a la par de su auto para, quizás, tal vez, protagonizar la futura Rápidos y furiosos 147. Ojalá así sea.
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