Hombre de familia
Hace catorce años se estrenaba Rápido y furioso como una película para fanáticos de los fierros centrada en las picadas, las peleas callejeras y los códigos de barrio. Debido al éxito de esta primera entrega llegó la segunda, que continuaba moldeando el clan principal y aceitaba la idea de familia. Después vino Justin Lin, el director que cambió el rumbo de las cosas y definió la identidad de la saga de ahí en más. A su primer intento de regeneración en Tokyo, le siguió un cuarto episodio que comenzaba a delinear el camino de lo que se vendría: dos obras maestras no sólo del mejor cine de acción, sino del cine en general. Rápidos y furiosos 5in Control y su secuela, Rápidos y furiosos 6, apostaban a la autoconsciencia y al pase libre para que sus personajes hicieran lo que se quisieran: desde despedazar un tanque en plena ruta hasta desafiar las leyes de la gravedad y volar como si fuesen Superman. Hace rato que no estamos más ante una saga fierrera, sino frente a una de superhéroes o, mejor dicho, de una familia de superhéroes que comparte sus gustos por los autos, las carreras, las piñas y las balas.
En el universo de estas hermosas figuras de acción lo más importante no son los autos. Lo que está por encima de cualquier otra cosa y por lo que vale la pena arriesgarse es la familia. De hecho, en esta nueva entrega, Toretto le da unas vueltas a un Lykan HypterSport rojo que tan solo unos minutos después cae desde un edificio altísimo en Abu Dhabi para terminar destrozado contra el asfalto. Como esta familia de actores es la principal atracción delevento, la cámara adopta todas las posiciones posibles –hasta las más extrañas que se les ocurran– para que no nos perdamos ni un milisegundo de la acción y podamos disfrutarla desde todos los ángulos imaginables. Cada escena pasa a una velocidad demencial, pero eso no nos impide distinguir con claridad y en todo momento quién le pega a quién, en qué auto está cada uno, a qué distancia, y quién explota qué cosa. Los golpes de efecto están estrictamente ligados a los personajes que tanto queremos, por eso vivimos al palo cada piña que se comen, cada despelote en el que se meten y cada segundo de sufrimiento. Lo único que queremos es que salgan ilesos para llegar a saborear junto a ellos esa Corona tan esperada al final del día en familia. A diferencia de lo que sucede con un cine como el de Iñárritu y su inesperada virtud de la ignorancia, que solo pretende impresionarnos con alardes formales, Justin Lin y James Wan han logrado algo casi imposible: deslumbrarnos con el espectáculo, sí, pero no por sus proezas técnicas , sino gracias a las criaturas que retratan y. Eso es lo que convierte a Rápido y furioso en una de las sagas más valiosas de todas.
La nobleza ya no es solamente un rasgo que pinta de cuerpo entero a la pandilla motorizada, sino que se extiende a cada miembro del equipo que logró sacar adelante este séptimo capítulo marcado por la sorpresiva muerte de Paul Walker, lo que significó un volantazo de guión para Chris Morgan –un tipo con recorrido dentro de la saga– y compañía. El tuneo que le falta a Rápidos y furiosos 7 en peso argumental y coherencia narrativa –algo que había en los dos notables episodios previos– la película lo compensa en espesor dramático. Este capítulo se caracteriza por un viraje hacia terrenos más oscuros –vale recordar que James Wan proviene del terror–, escenas donde puede sentirse la densidad que hay en el aire, pero sin olvidarse de que los personajes hacen lo que hacen porque les gusta, que tienen la vida que desean y que se definen como personas en cada una de sus acciones.
La película está llena de momentos luminosos y consigue algunos de una belleza formal impresionante, como la escena final en la que Dom y Brian conducen una vez más por las calles de Los Ángeles hasta que el camino se bifurca y cada uno sigue su ruta. El cine es movimiento y James Wan entiende como nadie el significado de esa palabra. Por eso no le importa que algunos cables queden sueltos o que venga un tsunami de sinsentidos atrás del otro. La película no solo no se avergüenza de la inverosimilitud de la que se hace cargo abiertamente, sino que la celebra y la potencia a través de la asombrosa complicidad de los actores dentro y fuera de la pantalla. El malayo continúa el legado que nos dejó Justin Lin, con otro capítulo que se enorgullece de todos sus excesos y nos homenajea con este banquete, ya sea con cerveza belga o con una Corona bien fría.
La séptima entrega de este tanque, anda mejor que nunca, es una maquinaria con las mismas dosis de bestia industrial y de corazón, que ha alcanzado su máximo dominio del lenguaje del cine, manteniendo intacta su capacidad para sorprender al espectador. Entréguense al disfrute de ese maravilloso arte al que llamamos cine.