Esta película podría haber sido un desastre, un réquiem para el fierro, un Frankenstein, un zombi. Pero lo bueno es que es una película y tiene un corazón tan grande como cada una de sus secuencias de acción. El mundo sabe de la irónica muerte, antes de terminar el rodaje, de uno de los protagonistas principales, Paul Walker. Pero es evidente que este grupo de actores ha creado lazos fuertes alrededor de este serial adrenalínico cuyo sentido es la idea del regreso a la familia, a los valores tradicionales, al pequeño refugio de los amigos contra los males del mundo. Puede sonar conservador, pero igual funciona y es el lazo que estas películas tienen con el cine clásico. Las virtudes son varias: las secuencias de acción son de una imaginación notable, puestas a punto por uno de los mejores directores actuales, James Wan. Todos los actores creen –creen en serio– en el mundo que les ha sido dado habitar y el humor y el peligro llenan cada una de las secuencias. Pero al mismo tiempo, desde dentro de la trama y desde fuera del film, la muerte está presente como un recuerdo ominoso. Y la solución que encuentra la película –una solución elegante, notable y emotiva– es considerar que es parte de la propia vida. Por eso es que tenemos permiso para divertirnos incluso si en cierta medida el film es una despedida. Por cierto: si algo le faltaba a una película de autos a alta velocidad era el mejor piloto del mundo del cine, el pelado Jason Statham que es también –y le peleamos con la mano atada atrás a cualquiera para sostenerlo– de los mejores actores de cine del mundo.