La marcha no se detiene
La saga Rápidos y furiosos no sólo es exitosa como pocas en su tipo. Lo más interesante es que su propio diseño la lleva, por más que cada capítulo apunte más alto y más lejos que el anterior, a no tener fecha de vencimiento a la vista. Sin embargo, la aventura más extensa y más intensa en todo sentido de una historia que comenzó en 2001 está marcada a fuego por la trágica muerte en 2013 de una de sus estrellas, Paul Walker, cuando ni siquiera se había llegado a la mitad del exigente rodaje. Ese infortunio determinó, naturalmente, la cancelación del proyecto, luego retomado casi desde cero. Nunca sabremos cuán lejos cambiaron las cosas en relación con las ideas originales, pero lo que queda bien claro es que la producción se empeñó en no quitarle protagonismo a Walker en su película póstuma. ¿Cómo? Aprovechando al máximo lo poco que dejó registrado antes de morir en un tremendo accidente vial y recuperando imágenes descartadas de las películas anteriores. También se recurrió a los dos hermanos menores de Walker, cuyos cuerpos aparecen en varias imágenes con el rostro digital montado del actor fallecido, una proeza de los responsables de efectos visuales que además elevó considerablemente el presupuesto de una película que terminó costando casi 250 millones de dólares.
Por eso, este séptimo capítulo funciona deliberadamente (y el guión lo subraya en varios tramos) como un gran homenaje a Walker, del que la historia se vale para acentuar la identidad de familia que tiene este grupo de héroes sobre ruedas y la necesidad de protegerse frente a una amenaza temible como pocas.
Esa intimidación tiene el rostro del excepcional Jason Statham, un virtuoso del cine de acción, que llega a la historia en busca de venganza como hermano menor del villano del episodio anterior. La presencia de Statham, además, potencia como nunca el carácter de Rápidos y furiosos como una serie cinematográfica cómodamente instalada a mitad de camino entre The Avengers y Los indestructibles. Aquí, una identidad forjada en talleres mecánicos y carreras callejeras cobra una estatura casi sobrenatural, entre otras razones por la tozudez del líder del grupo (Toretto, el personaje de Vin Diesel) en desafiar hasta las leyes de gravedad con tal de mantener viva a su gran familia, que va sumando nuevos integrantes y herederos.
Esta séptima parte pierde con el cambio de director buena parte del espesor y la identidad argumental de los dos brillantes episodios previos. James Wan (el mismo de la magistral El conjuro) les da prioridad a las espectaculares secuencias de acción como piezas en sí mismas, en vez de integrarlas plenamente a una trama demasiado extensa y presentada en un innecesario 3D.
Pero el modelo Rápidos y furiosos, aun con estos altibajos, tiene una esencia consolidada que funciona casi sola. Cada integrante del grupo conoce a la perfección su lugar y aprovecha el momento de brillo propio, así como alguna incorporación (Kurt Russell) que suma nobleza y espíritu clásico. A la vez, la presencia de Statham como un villano perfecto garantiza grandes momentos de acción e intercambio de filosas one liners con Diesel, su indiscutido álter ego. Todo esto garantiza entretenimiento, asombro, disfrute genuino por encima de cualquier inverosimilitud y la sensación de que la pérdida irreversible de Walker será muy lamentada, pero no impedirá que Rápidos y furiosos siga su marcha.