Ride or Die
Dirigida por F. Gary Gray (La estafa maestra, Straight Outta Compton, entre otras), la octava entrega de la saga que supo ganarse el corazón de (casi) todos a lo largo de dieciséis años, funciona como un pretexto más para subirse al auto tuneado de ocasión y apretar el acelerador. Rápidos y furiosos fue creciendo a la par de los músculos de The Rock, sobre todo a partir de la quinta película, hasta convertirse en una de las mejores franquicias de la actualidad, un logro que no se consiguió a través de una reputación literaria (como lo hizo Harry Potter) y menos actoral. En Rápidos y furiosos no hay un argumento que brille por su originalidad ni efectos especiales rimbombantes. Tampoco hay lugar para sutilezas. Lo que hay es puro nervio cinematográfico, de ese que exhibe cada entrega de Misión Imposible o, en menor medida, la saga de Jason Bourne.
De la mano de Justin Lin, la saga fue virando progresivamente hacia la acción más desenfrenada hasta alcanzar su punto caramelo con la quinta de la serie, que supo explotar cada aspecto de la franquicia al máximo y transformarlo en comedia –los cada vez más marcados one liners de Dom, los cuerpos desproporcionadamente musculosos, la rivalidad entre Tej y Roman, convertida en el comic relief de la saga, y el duelo humorístico devenido bromance entre Statham y The Rock–. La inteligente mezcla, cada vez más aceitada, entre comedia, escenas de súper acción y tipos capaces de volar solo puede funcionar en un contexto tan autoconsciente de sus excesos como este, en el que Toretto y su pandilla se parecen más a personajes de Marvel que a protagonistas de cine de acción. Este octavo capítulo vuelve a confirmar que estamos frente a un universo de superhéroes en el que Dwayne Johnson puede romper las esposas de sus muñecas por la mitad como si fueran grisines y levantar a tipos del cuello como lo haría Hulk, y en el que los protagonistas hacen alarde de una cantidad de saberes hipertecnológicos absolutamente ridícula.
El goce por la destrucción –vean la gloriosa escena de la lluvia de autos estrellándose contra el pavimento de las calles de Nueva York, cuya exacerbación es digna del mejor slapstick– la convierte en una película puramente lúdica donde una locación inventada en Rusia puede transformarse en una gigantesca pista de hielo para patinar sobre autos de alta gama, motos de nieve, tanques y submarinos que se lanzan misiles para hundirse unos a otros como si jugaran a la Batalla naval. Y como si esto fuera poco, hay otra secuencia de acción extraordinaria en una prisión de máxima seguridad, quizás el momento más maravilloso de los últimos años, que incluye a Jason Statham, un bebé y un avión en pleno vuelo que sirve como cuna para una explosión de humor y acción imparable.
Rápidos y furiosos 8 nunca deja de ser placentera, ni siquiera en los momentos más oscuros y dramáticos, de los que entra y sale con una gran habilidad para volver siempre a su estado natural, rabiosamente grasa y feliz.