Hay algo que transforma las películas de esta serie en algo aparte dentro del cine de franquicias: aceptar su condición de retorno a la infancia.
Dejemos de lado la historia Dom -Vin Diesel- tiene que salvar al mundo de un villano que resulta ser su hermano, hay deudas del pasado y asuntos familiares varios, marca de agua de la franquicia) y pensemos que estos tipos hacen en la pantalla grande, a todo volumen, con todo colorido y la participación de actores gigantes con ánimo de divertirse (Helen Mirren, señores... ¡Helen Mirren!) lo que hacíamos nosotros (y por suerte siguen haciendo nuestros chicos) con sus autitos de juguete, con sus muñecos, con sus bloques de construir: armar cuentos imposibles donde los autos vuelan y los buenos ganan.
Una vez que nos permitimos volver a la infancia -a la infancia inteligente, creativa, a la infancia-esponja de quererlo todo porque no hay límites para la diversión-, Rápidos y Furiosos, tenga el número que tenga, nos va a regalar una salida amable y sonriente al mundo que nos rodea.
Dejemos de lado -aunque no, mejor no- la precisión técnica de las escenas de acción (más increíble en las secuencias de pelea cuerpo a cuerpo, dicho sea de paso). Lo mejor, en tiempos de prohibiciones, es que nos abre la puerta para salir a jugar.