Uno se acostumbra fácil a la eficacia de películas como las Rápido y furioso, un cine cuyo secreto hay que buscarlo en la notable inteligencia narrativa que permite imprimirle gracia y potencia a personajes, diálogos y situaciones inverosímiles que rozan el absurdo. Un arte de la desaparición, en suma, que requiere que el espectador alcance a olvidarse de la complejidad del objeto y se entregue sin más al placer de las explosiones y los one-liners. Películas como Hobbs & Shaw, de manera involuntaria, llaman la atención sobre la hazaña estética que supone filmar ese cine.
Imposible saber dónde empiezan y terminan las responsabilidades, que si la dirección, el guion o la producción, que el presupuesto esto o el estudio aquello: el caso es que en Hobbs & Shaw nada funciona como debería y la película se vuelve un masacote pesado y duro, desprovisto de cualquier forma de gracia. David Leitch hace una mezcolanza improbable de géneros de la que ninguno sale bien parado: ni la buddie movie, ni la película de espionaje, ni el cine de acción (ese, cómo llamarlo, ¿macrogénero? que domina el cine hollywoodense, en general para bien).
En los primeros minutos se anuncia la desidia general: la rivalidad entre los protagonistas no arroja casi diálogos bien escritos o apenas cómicos; el villano principal es un negro mejorado tecnológicamente que trabaja para una corporación sin rostro conducida por un personaje anónimo, pero nada de todo eso genera algo de interés (ni siquiera el pobre de Idris Elba, que cumple a conciencia con el papel y las líneas que le tocaron en suerte); la hermana de Shaw, la tercera en discordia, es una criatura gris que no hace nada y de la que uno se olvida toda vez que no está frente a la cámara. Todo este malestar se adivina ya en las primeras escenas de pelea, ejercicios coreográfico con mucho montaje y poco trabajo físico que el director termina de arruinar del todo al saltar de un combate al otro todo el tiempo. El abuso de lo meta, con las miradas a cámara y los personajes hablando de sí mismos, parece querer disimular un poco el desastre, como si la película dijera que no hay que tomarla muy en serio: se trata de un gesto cobarde e inútil, claro, un manotazo de ahogado al que se le puede responder con las películas de la serie de Misión Imposible o de las misma Rápido y furioso, donde la autoconciencia requiere elegancia y diseño y supone una idea del cine, una toma de posición y no un remiendo penoso. El fracaso de David Leitch es estrepitoso incluso teniendo a Jason Statham y a Dwayne Johnson, dos de los actores con más carisma y presencia del cine popular del presente.
En el último tramo, el director parece darse cuenta del fiasco que tiene entre manos y opta por un desborde final: los personajes viajan a Samoa y se atrincheran allí para preparar la batalla final. Ahí, recién sobre el final, al director se le ocurren una o dos ideas visuales, como hacer que Dwayne Johnson y su familia se vistan y pelen como antiguos guerreros samoanos, o disponer una persecución entre un helicóptero y un montón de autos que forman un trencito, pero ya es tarde: esas piruetas hechas a las apuradas no redimen dos horas de diálogos escupidos sin pasión, chistes sin gracia y una historia descuidada.
Hablando de las Rápido y furioso: las películas anteriores son tragedias que adoptan las formas de un hedonismo ligero y celebratorio; Hobbs & Shaw, en cambio, quiere ser una comedia, que como todo el mundo sabe es el género más difícil de hacer. De la serie quedan apenas el título, algunos personajes y dos o tres escenas con autos, pero solo eso, no hay nada de su tradicional épica esteroidea, de su gusto por la velocidad y el exceso de las imágenes, de su cándida vocación de gran espectáculo, ninguna inocencia salvaje.