Tratándose de un nuevo producto, de un desprendimiento —aparentemente— sin ataduras de la saga canónica, Hobbs & Shaw se presenta como la nueva entrega más prometedora de la franquicia de Rápidos y furiosos. Un “borrón y cuenta nueva” lleno de promesas y con un encomiable listado de involucrados. Sin embargo, lamento informar, todo ese potencial que parecía albergar no es más que una nube de humo salida del caño de escape de este nuevo modelo. Es cierto, desde afuera, posee cierto atractivo; pero, una vez dentro, no se tarda demasiado en llegar a la conclusión de que, pese al cambio de las partes, la carrocería —tristemente— sigue siendo la misma.
La trama, desarrollada durante unas extenuantes dos horas y quince minutos, gira en torno a los personajes de Luke Hobbs (Dwayne Johnson) y Deckard Shaw (Jason Statham), quienes deberán dejar de lado sus diferencias para enfrentar a un enemigo en común y salvar a la humanidad. Los jocosos choques entre ellos, junto con el carisma característico de ambos actores y su ductilidad para el género, probablemente representen el punto más alto —si no el único— del film. En cuanto al personaje del enemigo, interpretado nada menos que por Idris Elba, no hay mucho para destacar: se refiere a sí mismo como “Superman Negro” pero, por fuera de tener una fuerza sobrehumana —gracias a la tecnología de la secta supremacista a la que pertenece (leyeron bien)—, su villano prueba ser bastante poco súper. “Los buenos” se le escapan —por lo menos— unas tres veces, jamás está siquiera cerca de cumplir su arquetípico objetivo y, encima, debe rendirle cuentas a una voz misteriosa que lo supervisa cual Charlie a sus ángeles. De todos modos, si vamos a hablar de personajes mal construidos, el que se lleva el premio es el de Vanessa Kirby. Siendo el único personaje femenino relevante del relato, su caracterización —primero, como mero MacGuffin y, segundo, como interés afectivo de uno de los protagonistas masculinos— es mínimamente problemática, por no decir insultante. Sobre todo, teniendo en cuenta las múltiples cualidades que “Hattie” exhibe en los primeros minutos (estratégica, ágil, fuerte, independiente) y que son paulatinamente abandonadas hasta llegar al final del film, en el que oficia de damisela en peligro y, como si ello fuera poco, prácticamente se le pide que se haga a un lado mientras los muchachos pelean.
Naturalmente, esto ocurre, entre otras cosas, porque su personaje no importa por sí mismo, sino por lo que representa para los otros dos, particularmente para Shaw. Como en toda película de Rápidos y furiosos, el eje temático recae sobre la institución familiar (condición sine qua non de la marca, al parecer). En el caso de Hobbs & Shaw, dicho eje se manifiesta a través de los varios conflictos fraternales de la trama; siendo el principal aquel que se da entre ellos en el presente (pasan de despreciarse a quererse “como hermanos”) y los subsidiarios siendo aquellos que arrastran desde sus respectivos pasados (Hobbs le dio la espalda a su hermano 25 años atrás, mientras que Shaw vivió la experiencia en carne propia cuando Hattie le hizo lo mismo). Dejando de lado que el mismo conflicto entre los protagonistas ya había sido planteado, tratado y superado en Rápidos y furiosos 8 (la vi días antes de Hobbs & Shaw, única razón por la que puedo dar fe de esto), uno pensaría que la película haría caso omiso a esta suerte de tradición y, en cambio, apostaría por nuevos conflictos dramáticos o, aunque sea, por una nueva dinámica relacional más allá de la familiar. Sin embargo, el primer spin-off de la franquicia retoma una de las líneas narrativas más agotadas y parodiadas de la saga, arribando así al mismo y previsible puerto que sus antecesoras: un cálido y atonal abrazo familiar.
En su crítica de la anterior película del director, Atómica, Javier Porta Fouz dijo sobre éste: “[David] Leitch tiene más experiencia como doble y coordinador de dobles que como realizador, y lamentablemente se nota”. En Hobbs & Shaw, eso no sólo se nota nuevamente, sino que la labor del director se ve doblemente cuestionada, ya que ni las secuencias de acción resultan rescatables. Totalmente a contramano de lo logrado en Atómica, Leitch abraza aquí la peor faceta del cine de acción: apela al montaje frenético y al caos visual como medios para generar adrenalina y tensión. Lo curioso es que Leitch codirigió la primera entrega de John Wick, saga vista actualmente como ejemplar en la ejecución del género. Pero mientras que Chad Stahelski demostró perfeccionar sus habilidades como narrador de una entrega a la otra, Leitch parece haber optado por el desaprendizaje, diezmando cada vez más sus méritos en aquella primera película. Un paralelismo similar podría establecerse con Christopher McQuarrie, quien en Misión: Imposible – Repercusión también incluyó una secuencia de salto HALO (High-Altitude Military Parachuting). Claro, con la pequeña diferencia que, allí donde McQuarrie encontró el escenario ideal para rodar un extraordinario plano secuencia, Leitch, por el contrario, escogió fragmentar la escena, montarla en paralelo con otra, convertir a los actores en píxeles tras emprender el salto, elipsar la acción y retomarla en el aterrizaje. En síntesis: ningún tipo de emoción, progresión dramática, construcción del suspenso, sentido de la espectacularidad o intento alguno por aprovechar el talento de sus intérpretes. Una gran oportunidad desperdiciada, tal como el resto de la película.