"Rápidos y furiosos X": una más de la saga fierrera.
Una misión secreta que resulta ser una trampa es la excusa para más persecusiones, explosiones y demás parafernalia.
Más rápido, más alto, más fuerte. Ese es el lema olímpico que viene adoptando la saga fierrera –iniciada con tibieza en 2001, ajena al concepto de superproducción– como si se tratara de un dogma. Rápidos y furiosos X no es la excepción. Y algo de religioso hay en una película en la cual se repite varias veces la frase “debes tener fe”, compitiendo en cantidad con las menciones a la importancia de la familia. Eso y autos, claro. Y motos y helicópteros y camiones, corriendo y volando por las calles y cielos de Italia, Portugal y Brasil, porque si algo se fue sumando a partir de la incorporación de Justin Lin al equipo creativo (fue director de cinco entregas, aquí es uno de los dos guionistas) son los elementos de súper acción internacional que algunos espectadores descifrarán como bondianos y otros como ethan-huntianos. Como fuere, esta décima entrega –sin contar el desvío que significó el capítulo dedicado exclusivamente a Hobbs & Shaw– regala las consabidas dosis de motores rugiendo, persecuciones imposibles, salvatajes ídem, explosiones, y diálogos que van de la ironía autoconsciente a la cursilería hecha y derecha.
Todo comienza con una referencia a Rápidos y furiosos: 5in control, en la cual el mafioso narco Hernán Reyes se transformaba en una de las némesis de Dominic Torreto y compañía. Quien está ahora del otro lado del mostrador es su hijo Dante Reyes, construido con excesos de todo tipo por Jason Momoa, cruza de villano de la saga Bond con algún personaje que bien podría haber salido del universo de Zoolander. Si la venganza es un plato que se sirve frío, lo que sobra es calor en la segunda secuencia de acción de la película, donde parte del equipo secreto comandado por el personaje encarnado por Vin Diesel debe llevar a cabo, en las calles de Roma, una misión secreta que no es otra cosa que una trampa. La cosa termina con una enorme bomba rodando por las calles y plazas cercanas al Vaticano, y el bueno de Toretto utilizando su automóvil tuneado como si fuera una versión real del videojuego Rocket League. Si en los primeros episodios el líquido de los carburadores se imponía en la pantalla por su carácter analógico, la sobreabundancia digital vuelven a estar a la orden del día, como en las últimas cinco o seis entregas.
Es que la impronta del cine superheroico también ha hecho de las suyas, por prepotencia de los efectos CGI, por el ritmo de la historia, por la lógica de multiverso que empuja la aparición fugaz de personajes de otros films de la saga (en algunos casos simples cameos diseñados para el respingo frívolo del fan). Por supuesto, todo es bien grasa y a mucha honra, aunque en cada secuencia extendida de acción se extraña el carácter físico y la precisa geometría de la puesta en escena que ha hecho de las diversas misiones imposibles de Ethan Hunt un verdadero placer genérico. Aquí ningún inocente muere, a pesar de las hecatombes de tiros, misiles y explosiones, y los autos parecen construidos con algún elemento alienígena resistente a las leyes de la física, cediéndole el lugar a las líneas de diálogo más básicas y banales cuando la trama necesita respirar y bajar un par de cambios. En otras palabas, una Rápidos y furiosos más. Y van…