La popular saga de acción regresa con una décima entrega que inicia una recta final que podría tener una o dos películas más. El talentoso Justin Lin aparece ahora solo como coguionista y el director es el francés Louis Leterrier, el mismo de El transportador y su secuela, Hulk, el hombre increíble, Furia de titanes y Los ilusionistas: nada es lo que parece, entre varios otros títulos.
Corrió mucha agua bajo el puente durante los 22 años que pasaron entre la primera Rápido y furioso –cuyo título era así, en singular- y este nuevo film. Una película que marca el comienzo del fin, en tanto se trata de la parte inicial de un cierre que podría tener, a falta de una, hasta dos secuelas, según han dicho en entrevistas recientes Vin Diesel y Michelle Rodriguez.
Entre esas más de dos décadas, lo que empezó con una película fierrera de nicho, con picadas de autos tuneados, un elenco sin rostros famosos, algunos delitos menores en la trama y mucha piel femenina mostrada en cámara lenta, fue corriéndose hacia un cine de acción más rabioso, intenso y espectacular, sumando actores de primer nivel (Helen Mirren, Charlize Theron, Dwayne “The Rock” Johnson y los “Jasones” Statham y, ahora, Momoa) para envolverlos en redes delictivas cada vez más imposibles. Mientras tanto, la saga entrenó una cada vez envidiable capacidad creativa para las piruetas motrices.
Esa impronta hiperbólica llevó a que las últimas películas adoptaran un tono burlón cuyos objetos a satirizar no eran otros que las particularidades de este mundo lleno de grasa (literal y cinematográfica), personajes unidimensionales y ajeno a toda ley de gravedad. La fórmula funcionó, y la taquilla no hizo más que aumentar película tras película, al punto de convertirla en una de las franquicias más exitosas de los últimos tiempos.
No por nada alguien dice, cuando promedia Rápidos y furiosos X, que la troupe de Dominic Toretto (Diesel) y compañía se mueve “como una secta, pero con autos” y que “si sus maniobras conductivas violan las leyes de la física y de Dios, las hacen dos veces”. Toda una declaración de principios de una película metadiscursiva y autoconsciente, dueña de una batería enorme de efectos especiales y una imaginación sin límites para destruir vehículos.
Como Avengers: Endgame –otra clausura de saga con aspiraciones testamentarias-, la película del francés Louis Leterrier (El transportador) hace de la endogamia una norma, incluyendo el regreso de varios actores con pasado en la saga. De hecho, el comienzo trae al presente a Reyes (Joaquim de Almeida), aquel funcionario corrupto al que le robaban una bóveda de su comisaría de Río de Janeiro en Rápidos y furiosos: 5in control. Ese hombre tenía un hijo tanto o más malo que él que vio cómo a papá lo aplanaron toneladas de metal. El muchacho se llama Dante y aquí vuelve ávido de destruir a Toretto y a todo aquel que esté a menos de tres grados de separación de él.
Momoa entiende muy bien el código de la saga componiendo un malo notable, con partes iguales de altanería, megalomanía, cinismo, prepotencia y sarcasmo. Tiene el carisma que nunca tuvo Diesel, de rostro inmutable ante todo. Ni siquiera cuando se entera que todo su equipo cayó en una trampa en Roma se mosquea, aunque sí pone en marcha un operativo para evitar sus consecuencias. En parte lo logra: impide un atentado contra el Vaticano –direccionando una bomba… con un auto-, pero los apuntan como terroristas, al tiempo que Dante está cada vez más cerca de su hijo.
Lo que sigue desanda los carriles ya conocidos de la saga: persecuciones de todo tipo en cualquier superficie, algunas picadas (para no perder la costumbre), la utilización alla MacGyver de todo elemento con ruedas como vehículo, viajes a lo largo y ancho del mundo (de Roma a la Antártida y de allí a Río de Janeiro), todo mechado con diálogos torpes sobre la importancia de la familia, la lealtad y demás. Sobre el desenlace, varios cameos dejan la mesa servida para que la saga siga acelerando a fondo. El final, queda claro, recién empieza.