Cualquier espectador un poco entrenado en el cine de acción de los últimos treinta años sentirá que el prólogo de Rascacielos: Rescate en las alturas -y probablemente también todo lo que viene después- le resulta familiar. El film comienza con un traumático operativo en una toma de rehenes que falla y le destroza media pierna a su protagonista, Will Sawyer (interpretado por el exitosísimo y omnipresente Dwayne Johnson), además de alejarlo para siempre de su trabajo en el FBI. Diez años después lo encontramos en Hong Kong, casado con una ex colega (interpretada por la noventosa Neve Campbell, quizás en camino a reconvertirse en heroína de acción), dos hijos, una pierna ortopédica y una pequeña empresa consultora en seguridad, a punto de intentar el negocio de su vida: asesorar al dueño de La Perla, el edificio más grande del mundo, una mole tecnológica autosustentable que está a punto de inaugurarse y de la cual los Sawyer son los primeros, experimentales habitantes. Por supuesto, pronto todo saldrá mal: un ataque terrorista de motivos misteriosos provocará un incendio en medio del edificio, la familia de Sawyer quedará atrapada en él y nuestro musculoso protagonista empezará una carrera descontrolada -con el fuego, las balas de un grupo de malos malísimos, su pierna y la fuerza de gravedad en su contra- para rescatarlos y, de paso, descubrir qué está pasando. Este es el punto de partida de la película y, con esta introducción, es obvio que nadie debería ir a verla esperando realismo. Esto no implica, por supuesto, nada malo: en el corazón del film, como en el de tantos otros, late un verosímil un poco absurdo, que no conoce de sutilezas, y que una vez puesto en marcha nos pide, como en cualquier ficción, que aceptemos sus reglas y sigamos adelante; en este caso, para concentrarnos en lo que verdaderamente importa: la acción.
Y es ahí donde, incluso con sus lugares comunes, sus obviedades y su trama un poco delirante, Rascacielos: Rescate en las alturas funciona para el espectador que esté dispuesto a entrar en su lógica: en su colección de escenas vertiginosas -en el sentido más literal de la palabra “vértigo”-, de acrobacias imposibles y de efectos especiales puestos en función de la trama y sobre todo de la construcción de su coprotagonista: el edificio. Por la escalada incesante y los desafíos cada vez más extremos que le propone al personaje de Johnson, el film parece por momentos un viejo videojuego de plataformas. Pero uno de los buenos: uno de esos en los que hacemos fuerza cada vez que presionamos el botón de saltar, en los que sin darnos cuenta nos levantamos del sillón para darle un empujón extra al joystick y a nuestro personaje.
Es fácil reconocer, incluso antes de verla, a qué familia de películas pertenece la de Rawson Marshall Thurber. Es muy probable que los títulos Duro de matar e Infierno en la torre se lean en todas las críticas habidas y por haber. Sin embargo, si hay algo que hay que reconocerle a este relato, es que lo suyo no es el pastiche irónico: Rascacielos: Rescate en las alturas abraza de corazón cierta tradición del cine de acción de los 80-90 y acepta su filiación sin necesidad de teñirla de esa pose posmo cool que mira de reojo a los géneros de los que se nutre y cree estar un par de escalones por encima de ello. Acá no interesa cuántas películas vio su director ni cuántos guiños puede reconocer el espectador: lo que importa es pegar el salto y entregarse a la ficción, por delirante que sea.
Quizás el único momento de autoconciencia subrayada sea aquel en que el personaje de Johnson, ante el enésimo desafío que se le presenta, murmura: “Esto es estúpido”. Ese chiste y tal vez también la presencia constante de la masa de espectadores que, a los pies del edificio, siguen atentos sus saltos y caídas y le festejan absolutamente todo. Y quizás ambas cosas sean ciertas: es probable que el personaje de Johnson tenga un poco de razón, pero en algunos casos, insistimos, eso no tiene nada de malo.