ENTRE LA AVENTURA Y EL DEBER
Al igual que los últimos grandes personajes femeninos del Disney animado, los de Enredados, Frozen y Moana, en Raya y el último dragón tenemos una protagonista aventurera e independiente, que se desmarca del concepto histórico con el que la compañía había retratado a las mujeres. Es verdad que se viene ensayando este movimiento desde hace años, pero recién en estos últimos tiempos los resultados son más estimulantes. Ya no son princesas, o sí lo son se manifiestan de manera diferente: Raya, por ejemplo, y luego de ver el comportamiento de unos niños con los que comparte su travesía, confiesa que no quiere tener hijos. Es una línea de diálogo humorística, que nace sin ser forzada y como consecuencia de lo que indica el momento. Y es una escena que sirve como síntesis y muestra de cómo estas películas de Disney aciertan cuando logran que el discurso quede en un segundo plano y se exprese por medio de la acción. En realidad esto que señalamos es una regla general del cine, pero en la producción animada destinada a un público infantil o adolescente es más relevante por el carácter didáctico que termina gobernando todo el concepto. En ese camino, Raya y el último dragón hace todo lo posible por desmarcarse del mensaje subrayado hasta que ya no puede más, y ahí exhibe sus límites.
Raya vaga por un mundo distópico, luego de que su padre haya sido traicionado por los líderes de otras tribus y se hayan quedado con partes de una esfera que parece mantener cierta equidad en el mundo. El padre de Raya abona la idea de un mundo integrado, de convivencia alegre y sin distingos entre diferentes. El tema es que a partir de aquella traición, unas deshumanizadas criaturas terminan gobernando el universo, convirtiendo en estatua a todo aquel que se le interponga. Raya es una sobreviviente y la encargada de recuperar el costado humano de ese universo. Y durante un buen rato la película de Don Hall y Carlos López Estrada es ese viaje de la protagonista, la aventura tratando de encontrar al último dragón y recuperar las partes de la esfera que devuelvan el carácter humano del paisaje. Hay un componente interesante en la protagonista, que es su carácter desconfiado acerca de la posibilidad de cambio de los demás. Eso la vuelve compleja, pero también antipática, y el viaje será fundamentalmente un aprendizaje para ella. El drama, a la vez que el riesgo de la película, es que esa antipatía que evidencia la protagonista es difícil de empatizar y eso vuelve un poco intrascendente su conflicto principal. Por eso la película cuando funciona mejor es cuando acumula personajes secundarios, esa pandilla de solitarios que termina acompañando a Raya, especialmente una dragona que es toda una revelación cómica y es la gran invención del film.
Así, durante algo más de una hora Raya y el último dragón es la explicación de un mundo, su puesta en práctica a través del movimiento y la construcción de un grupo humano de personajes encantadores. La acción se imbrica con el humor y, sumado a la capacidad técnica de Disney, se construyen secuencias increíbles tanto por lo creativas como por lo bellas. Ahora bien, hacia el final, el discurso acerca de la tolerancia y confiar en el otro se termina imponiendo con un nivel de subrayado innecesario. Los personajes pierden su encanto y se convierten en meras fichas de un tablero donde se explican las emociones y los sentimientos. Y, para peor, la película sucumbe a ese mal contemporáneo del cine animado que insiste en erradicar el mal del mundo negándolo. Si recordamos buena parte del cine animado de Disney es por sus villanos y lo que están haciendo con esta operación pasteurizante es eliminar sus rasgos distintivos, aquello que no solo nos hace comprender el mal sino también la necesidad de rebelarse de nuestros héroes y heroínas. Raya y el último dragón, que había ofrecido varias secuencias delirantes y llenas de humor, termina como una publicidad de Benetton.