Antes que nada, un poco de contexto. Unas semanas atrás se estrenó en la Argentina Sin filtros, una producción española con Maribel Verdú dirigida por Santiago Segura cuyo título original es Sin rodeos, que su vez es una remake de la chilena Sin filtro (en singular), misma película que ahora sirve como materia base para la argentina Re loca, de Martino Zaidelis. Tres películas filmadas en un año y pico (a la lista hay que sumarle la versión mexicana y la inminente de los Estados Unidos) que parten de un guión casi calcado: la falta de ideas originales no es sólo un mal de Hollywood.
El personaje central de la versión argenta se llama Pilar. A ella no le sale nada bien. Tiene un marido “artista” (Fernán Mirás) que está todo el día en la casa pero es incapaz de abrirle al gasista o pagar las cuentas, el jefe de la agencia de la publicidad donde trabaja le pone una influencer a trabajar a su lado, su psiquiatra (Diego Peretti) no la escucha –tampoco su mejor amiga (Pilar Gamboa)– y en la calle le devuelven únicamente insultos. Por ahí anda un ex novio devenido en mejor amigo (Diego Torres) que está a punto de casarse con una mujer que lo maltrata (Gimena Accardi).
En ese contexto ella se cruza con un misterioso hombre que le aconseja preparar unos extraños tragos caseros con vinos, leche, rosas quemadas y orina. Pilar los toma y al otro día se levanta como nueva, con una ausencia de filtros y rodeos de los títulos españoles y chilenos que le permite, básicamente, y con perdón del término, mandar a todo, todos y todas al carajo.
Allí comienzan los mejores momentos de un film que adquiere una velocidad de torbellino, mérito de una Natalia Oreiro que, como el centrodelantero de la selección rusa, cabecea todos los centros que le tira el guión. Un guión apenas correcto, con algunos chistes eficaces y otros vergonzosos, hecho a base de fórmulas mil veces probadas. ¿El principal mérito? Confiar en el poder de fuego y carisma de la Oreiro, alguien con probados pergaminos en cargarse sola una película.
Todo parece ir mejor para Pilar, hasta que lentamente empieza a darse cuenta de que está lastimando a gente muy querida. La película, entonces, clava un freno de mano y empieza a aflorar esa culpa de la que al cine argentino le cuesta desprenderse. El desenlace puede leerse como un llamado al empoderamiento femenino, pero también como la publicidad de un automóvil.