La última vez que se planteó esta conversación los descargos contra la crítica en las redes sociales fueron contundentes, pero quizá sean más elocuentes las películas que se siguen produciendo. ¿No estaremos entrando en una nueva época de teléfonos blancos? La comedia argentina industrial pareciera estar tildando cada ítem en la lista de ingredientes que hicieron a varios de los films del período de auge de los estudios: una plantilla de intérpretes casi rígida (a esta altura se podría jugar a los Six Degrees of Kevin Bacon con los créditos de Diego Peretti o Pilar Gamboa), que representan a parejas o personas de clase media-alta (reflejando otros niveles de ingresos pueden aparecer niñeras, cuidacoches o pungas, con muy contados casos de incidencia considerable en la trama) atravesando situaciones universales y mayormente relacionadas a lo amoroso (crisis propias de las edades alcanzadas, frustraciones sobre el vínculo y confrontaciones sobre los roles en la pareja y las tareas compartidas). Sin repetir y sin soplar, y con calificaciones diversas más allá de los elementos que comparten, se podrían mencionar a Mamá se fue de viaje, El fútbol o yo, Recreo, Una noche de amor, Sin hijos y Me casé con un boludo. La lista anterior incluye siete títulos en cuatro años, sin tener en cuenta esfuerzos de menor calibre presupuestario (Las Vegas), historias principalmente centradas en grupos de amistad (Papeles en el viento, Casi Leyendas, Las insoladas) o personajes de franja etaria menor a las 40 (Vóley, Permitidos), películas anteriores a 2015 (Dos más dos, otras de Juan Taratuto) y una trama dedicada a la crisis integral de un solo personaje (el caso de la película que hoy nos convoca). La enumeración da lugar a marcar arbitrariedades y contradicciones, y habría un reclamo válido en señalar que al menos durante la etapa clásica las comedias eran de directores como Schlieper, Saslavsky o Christensen.
Otro rasgo típico de aquellos tiempos era la apelación al guion adaptado, que entre los ejemplos actuales solo coincide con Re loca, pero de una manera que subraya una situación absurda: es la tercera remake de la película chilena Sin filtro, y se estrena en nuestro país poco tiempo después de la segunda remake, que es Sin filtros (Sin rodeos) de Santiago Segura. La circunstancia ilustra que la haraganería creativa no conoce fronteras, lo que no importaría demasiado tratándose de obras con problemáticas comunes y rentables (hemos llegado a convivir con dos versiones cinematográficas y una teatral de Perfectos desconocidos, la screwball berreta de mensajes de WhatsApp). También señala dos aspectos importantes que la versión argentina tiene a su disposición para distinguirse: la presencia de Natalia Oreiro en el pico de sus virtudes, y los vicios machistas que la trama original identifica para que su personaje los ataque.
Y Natalia Oreiro ataca, y lo hace con la gracia, el carisma, los rasgos y la sensualidad que prácticamente nadie más combina de esta manera en el cine nacional. Su personaje arranca teniendo que soportar micromachismos, abusos de confianza y agresiones flagrantes de todo su entorno (su pareja y el hijo de él, que viven en el departamento de ella; su jefe, su vecino fiestero, un gasista, los conductores que se cruza por la calle, su hermana, una amiga superficial y la futura esposa de un ex novio devenido en mejor amigo), mientras a la agencia de publicidad donde trabaja hace años se incorpora una jovencísima influencer, que echa por tierra sus métodos con la velocidad despiadada del capitalismo. En el punto máximo de su debacle se cruza a un misterioso hombre en Puerto Madero, prueba los extraños tragos caseros que le aconseja preparar y se levanta al otro día hecha una topadora de feminismo, devoluciones contundentes y verdades hirientes: renuncia al trabajo, echa de casa al novio irresponsable y el hijastro irrespetuoso, se viraliza cuando la filman cagando a trompadas a un taxista que la insultó (celebración de Uber incluida) y destrozando dos autos (el del vecino y el de la influencer), les canta la justa a su amiga frívola y la novia de su amigo, lo acusa a él de cobarde y estalla frente a las demandas insólitas de su hermana. Esos dos últimos estallidos la harán entrar en conflicto con su nueva personalidad, porque comienza a dañar a las personas que realmente quiere, y si se le contaran las costillas al personaje se podría marcar que trata de “histérica” a la novia paranoica que interpreta Gimena Accardi, o de “cejuda” a la millennial que representa Malena Sánchez. En el medio del proceso entra en combos de puteadas que parecieran querer invertir el arquetipo francellístico (con resultados dispares), y sigue los pasos del vandalismo heroico de Beyoncé. Sin llegar siquiera a atarle los cordones a la épica tropical de la Gilda de Lorena Muñoz, es lindo verla interpretando a una mujer empoderada sin saber desde el minuto 0 que le espera un final trágico.
De hecho, el final del argumento en Re loca tiene una vuelta de tuerca bastante refrescante, pero el gran problema es que formalmente se parece más a la historia de su primer acto: la película le exige a Oreiro ser perfecta sin ofrecerle mucha contención a cambio, y la sensación que dejan varias escenas es que tiene que salir a apagar varios incendios. La dirección del debutante Martino Zaidelis es prolija en lo visual, pero deja a varios intérpretes incómodos con personajes estereotípicos (como los que les tocan a Accardi y Pilar Gamboa) y diálogos poco afinados (especialmente notorios en la desorientación a la que empujan a un experimentado Hugo Arana). Además, pareciera haber una influencia bastante marcada del estilo de Comedy Central -cuya intervención surge de la producción y distribución de Viacom, a través de Telefé y Paramount- que disuelve a la película en un tono subrayado hasta volverse condescendiente, y más propio del ritmo televisivo y de las series web: la música (del gran Emilio Kauderer) es invasiva, y funciona casi como las risas de una sitcom queriendo marcar dónde estalla cada gag; las situaciones que llevan al estallido de Oreiro son repetitivas y están marcadas como si se desconfiara de la capacidad analítica del espectador, algunas apuestas humorísticas son bajísimas (en el pedo que se tira Fernán Mirás en la cama no cayó ni siquiera Homero Simpson, mientras el recurso de la puteada de Oreiro se gasta demasiado rápido) y algunas secuencias suben la apuesta de lo trillado a lo ridículo: llegando al final, la protagonista parece ser secuestrada por los clichés de distintas publicidades destinadas a mujeres, en un montaje rápido mientras se prueba distintos looks en su casa, retirándose de una ceremonia con carcajadas de plenitud y versionando a Celeste Carballo a los gritos en su auto. Es en esos momentos (y en algunas de sus tácticas de promoción) que la película pareciera enredarse en los mismos intentos de estar “en onda” que satiriza cuando aparece en escena la influencer, o cuando los distintos villanos se mofan de la edad del personaje principal. Una estrella como Oreiro puede aparecer a salvar el día, pero la comedia argentina se vuelve cada día más mansa.