La nueva película del realizador de “Tiburón”, basada en la novela de Ernest Cline, es una entretenidísima película de aventuras en un mundo virtual que sirve también como reflexión acerca de los placeres y problemas que esa propia virtualidad genera en millones de personas. Una película de Spielberg “como las de antes” pero con formato y temática actuales.
Hay dos tipos posibles de espectadores para READY PLAYER ONE. Quizás, tres. Uno es el que leyó el libro o al menos lo conoce y al que le fascina su mezcla de videogame y nostalgia pop de los ’80. El segundo es el fan de Steven Spielberg, el que ve todo lo que hace, lo admira y venera (es posible, claro, que haya espectadores que entren en estas dos clasificaciones). Y hay un tercero, más genérico, y es el que va al cine a ver las superproducciones o películas de acción que se estrenan casi semanalmente. Tengo la impresión que la película basada en el libro de Ernest Cline es para los tres “grupos” de espectadores o para ninguno de ellos. Esto es: puede dejar a todos satisfechos (debería) o, dependiendo el grado de “especialización” o costumbre, acaso suceda lo contrario.
Me explico: Spielberg hizo su película más accesible, comercial y entretenida –en el sentido masivo del término– en muchos años, quizás desde JURASSIC PARK. En su versión de la popular novela de Cline, el realizador de E.T. encontró un esquema que le sirve tanto para volver a ejercitar el músculo del “entretenimiento popular” que tenía un poco abandonado como para regresar a ciertos temas clásicos de su carrera. En segunda instancia, READY PLAYER ONE también es una reflexión del propio Spielberg acerca de su cine, del espacio que allí (y en el mundo) tiene el escapismo frente a las obras más serias, realistas y/o directamente políticas que ha venido realizando en los últimos años. O cómo lograr una historia que combine las dos cosas.
La película, que narra las aventuras de un adolescente que vive en un futuro distópico y que, como todo el mundo allí, se la pasa el día en un juego de realidad virtual para huir de lo que sucede alrededor, plantea en buena medida esa batalla personal entre el escapismo y el compromiso, entre la dura realidad y la fantasía virtualmente reparadora. Wade (Tye Sheridan) es un personaje de la vieja escuela spielberguiana y es pensable que Cline lo imaginó en función de las propias películas del realizador: un adolescente sin figura paterna y una familia complicada que intenta convertirse en héroe en un mundo de fantasía.
En la trama virtual, la que transcurre dentro del OASIS, el juego monopólico que todos juegan (y que en la película está presentado en modo animación computarizada), Wade es Parzival, un avatar que luce como Michael J. Fox en VOLVER AL FUTURO y que conduce un DeLorean como el de aquel filme. El juego, creado por James Hallyday (Mark Rylance), un excéntrico fanático de la cultura pop de la década del ’80 que ha fallecido, además de servir como escape y entretenimiento propone un desafío complicadísimo que nadie ha logrado resolver: encontrar tres llaves mágicas que le permitirán, al ganador, hacerse de las acciones de la compañía. Y Parzival trata, insistentemente, de lograrlo, para lo que se requiere no solo habilidades de gamer sino un enorme conocimiento de esa misma cultura pop y algunas ideas básicas de psicología para entender los motivos por debajo de las decisiones de Halliday a partir de su historia personal, que incluye amores perdidos, peleas entre socios y cosas por el estilo.
Spielberg ataca ese juego por todos lados. Es él mismo el máximo representante de esa generación que “inventó” una década que, al menos en téminos musicales y cinematográficos, resulta fascinante y despierta aún hoy enorme nostalgia, tanto entre los que la atravesamos como entre los más jóvenes. La historia de Halliday podría ser la suya –en el futuro– y el OASIS, su legado. Wade, en tanto, podría ser el Steven de entonces, el joven soñador de las películas de esa época, las que dirigió y también las que produjo via Amblin.
En la ficción dentro de la ficción Parzival se arma de un grupo de amigos (incluyendo el clásico potencial interés romántico) que también remeda al típico grupo de misfits del cine de los ’80, solo que adecuado a los tiempos: un amigo cuya identidad en el mundo real es muy distinta, un joven y un niño asiáticos, y la chica en cuestión (Olivia Cook), que es aún más decidida y potente que Wade, tanto en el mundo real como en el virtual. Y es claro que si él quiere llegar a destino será uniéndose a ellos para enfrentar a otros “clanes” y, especialmente, a los soldados y jefes corporativos de IOI, otra empresa online poderosa y siniestra que quiere quedarse con los secretos y el control de OASIS y que maneja un siniestro personaje llamado… Nolan (Ben Mendelsohn)
La película está organizada con la estructura de un videojuego y consiste, básicamente, en superar estas tres carreras/etapas para llegar al ansiado destino. Todos esos desafíos utilizan referencias de la cultura pop y no sólo de los ’80: de King Kong a Godzilla, de los dinosaurios de JURASSIC PARK hasta una muy buena secuencia en el hotel de EL RESPLANDOR pasando por muchos de los clásicos y simples videjuegos de entonces y miles de pequeñas virtuales “apariciones especiales”. Si a eso se le suma una banda sonora de clásicos ochentosos (Van Halen, Joan Jett, Hall & Oates o Twisted Sister, entre otros), el mundo virtual se vuelve un combo retrofuturista de una más que compleja arquitectura visual perfectamente ensamblada por Spielberg y su equipo técnico.
Más allá de las miles de lecturas que se puedan hacer de la película (¿habla de Hollywood? ¿habla del uso y abuso actual de los escapes virtuales tipo juegos y/o redes sociales? ¿habla de la relación entre Spielberg y George Lucas?), READY PLAYER ONE es una película entretenidísima, que logra mantener el ritmo trepidante de las superproducciones actuales siendo a la vez mucho más organizada narrativamente y clara en términos de trama y puesta en escena. La nostalgia está incluida en el producto final, forma parte de su matriz, su tema y su universo, pero no es una película nostálgica ni mucho menos. Acaso, al ser el propio Spielberg el director y no un fanboy de su obra, lo que logra es no pasarse de rosca con los guiños para entendidos y con la excesiva reverencia. Hay, sí, decenas de pequeños “Easter Eggs” puestos para que dedicados fans vean la película 40 veces, pero no se llevan puesta la trama.
Con la excepción de uno, quizás, que no vamos a revelar aquí pero que sí tiene que ver con la idea central que maneja la película. Aquello de la importancia del juego como tal, como entretenimiento y como lugar donde desplegar la imaginación, hacerse amigos y divertirse más que como competencia donde lo único importante es vencer a los rivales y ganar. Dicho así puede resultar algo banal y hasta un lugar común, es cierto, pero en función de la realidad circundante y en manos de Spielberg, esos potenciales clisés se vuelven tan creíbles como emocionantes ya que están contados, a la vez, desde la maravillada mirada de un niño y la más sobria sabiduría de un hombre que pasó los 70 años y es uno de los más grandes cineastas de la historia.