Después de The Post, Steven Spielberg vuelve a sus propias fuentes, el gran entretenimiento popular y la ciencia ficción. La nostalgia se mantiene, si en aquella por el periodismo gráfico de antes, en esta por la iconografía ochentosa, la cultura pop y los viejos videojuegos. Pero es una nostalgia vital, apasionada y absolutamente funcional a la trama, algo así como el opuesto a la colocación de guiños vintage en Stranger Things. La adaptación del exitoso libro de Ernest Cline parece el proyecto perfecto para esta especie de auto homenaje de Spielberg, en el que aparecen los temas que le importan y la mirada con la que nos formó como espectadores así como, en su film el gurú tecnológico Halliday (Mark Rylance) convirtió a los habitantes de un tenebroso 2045 en felices usuarios de Oasis, su mundo paralelo, de realidad virtual que creó. Wade (Tye Sheridan) es el nuevo clásico héroe spielbergiano: un chico solitario y huérfano, con familia ultra disfuncional, que en Oasis se llama Parzival, viaja en el De Lorean de Volver al Futuro y lucha por ganar la carrera peligrosa que Halliday dejó como testamento. Se trata de ganar para encontrar tres llaves que a su vez llevarán hacia el huevo oculto en el sistema: quien lo obtenga será dueño de la compañía.
La película va y viene entre el mundo real -menos- y el virtual -más-, en el que se dará una batalla contra la compañía rival, que quiere quedarse con Oasis, comandada por un villano bastante ridículo llamado Nolan Sorrento, el siempre estupendo Ben Mendelsohn. Son secuencias de acción y aventuras a todo ritmo, como dicen los chicos, visualmente apabullantes y siempre coherentes con una trama que se entiende clara y simple, a pesar de su alta complejidad, y por lo tanto fluye y entretiene sin fisuras durante más de dos horas. Spielberg trata cada escena con una dedicación y un cariño enormes, creando gags visuales, dotándolas de humor, adrenalina, inteligencia y sorpresa: hay que ver la secuencia en la que los personajes llegan al siniestro Overlook, el hotel de El Resplandor, o la desesperante carrera de la primera parte, en la que los obstáculos tienen el tamaño de Kong o de los dinosaurios de Parque Jurásico.
Generosa, humana y emocionante, RPO reivindica el poder de la pasión por lo que se hace, el juego antes que el resultado, la realidad, por dura que sea para los niños solitarios que juegan solos con una consola, antes que el escape que puedan prometer las fascinantes tecnologías. En manos de cualquier otro, semejantes asuntos sonarían a sermón remasticado, a bajada de línea trillada. En las de Spielberg, son una fiesta.