Corolario de una tesis
La única sala de San Clemente es vetusta y sus asientos son muy incómodos, pero tiene tecnología 3D. El título de la película es en inglés, pero las voces están dobladas al mexicano. Concurro al cine Gran Tuyú desde la década del cincuenta y estoy acostumbrado a la precariedad de las instalaciones. No al doblaje, una novedad abominable. Mi presencia en el cine se asemeja a la situación del protagonista de la película, un adolescente llamado Wade que vive en un tugurio pero tiene unos anteojos que lo introducen en un mundo tridimensional llamado Oasis, donde los pobres pueden disfrutar lo que la realidad les niega. En ambos casos, la vida es miserable pero la tecnología es de punta. Ready Player One transcurre en 2045, después de que la Tierra fuera devastada por alguna catástrofe ecológica. Pero unos años antes de morir, un genio estilo Steve Jobs o Steven Spielberg llamado James Halliday, construyó una estación gigante de realidad virtual en base a la cultura pop de los años ochenta que contiene todas la variedades posibles de canciones, películas y videojuegos. Los que entran a Oasis pueden elegir su avatar y sus armas. Todo el cine está allí; las citas y los homenajes alcanzan una intensidad abrumadora. En una de las secuencias cumbres de la película, Wade y sus amigos se introducen en el hotel de El resplandor de Kubrick. En otra, hay una pelea a muerte entre un descendiente de Godzilla y El gigante de hierro. Y así hasta el infinito.
Acaba de aparecer un libro que se llama Spielberg, una vida en el cine. Su autor es Leonardo D’Espósito, quien se propone defender la causa Spielberg, es decir, “ocuparse de un nombre consagrado a quien no se ha tomado debidamente en serio”. Disiento un poco con esa afirmación. Cuando en 1975 se estrenó en la Argentina Tiburón, los críticos “serios” la despreciaron como parte de un cine de segunda categoría. Pero recuerdo que Daniel López escribió en La Opinión una reseña clarividente en defensa de la película (recuerdo incluso que esta apareció un sábado, día destinado a los estrenos poco relevantes). Hoy, en cambio, cuando se estrena una película de Spielberg (Ready Player One, por ejemplo), las reseñas adversas o despectivas son la rara excepción y el elogio respetuoso la regla. En el sentido de la valoración de su nombre, la batalla por Spielberg está ganada. Eso no impide que D’Espósito haya escrito un libro informado, inteligente y luminoso, que permite entender la obra del director con todo los matices necesarios. Aunque sea posterior a la publicación del libro, Ready Player One se puede analizar con los parámetros del libro, porque la película es en muchos sentidos un corolario de sus tesis. En particular del título, que tanto da cuenta de un cineasta refugiado en la pantalla y cuya interacción con la realidad es más bien dificultosa, como de un personaje como Wade que huye de su vida y se sumerge en la realidad audiovisual de Oasis. Ready Player One puede considerarse como la culminación autorreferente de una carrera. D’Espósito lo sintetiza así en el último capítulo: “Spielberg es importante porque logró que el cine más gigantesco y artificial jamás hecho se convirtiera en un vehículo de expresión personal e íntima.” Y agrega una frase notable: “También es probable que se trate de el único director auténticamente superficial del cine. El término ‘superficial’ suele emplearse de modo peyorativo, pero aquí significa que todo aquello que queramos interpretar está en la superficie de la pantalla, no hay nada oculto”.
En Ready Player One, efectivamente, no hay nada oculto. Y lo que hay está mostrado con una destreza insuperable. Vuelvo a citar a D’Espósito: “Spielberg fue el primer realizador en sistematizar una revolución que aún tiene que ser evaluada: la de la tecnología que permite crear absolutamente cualquier cosa que imaginemos y ponerla en la pantalla”. En esta oportunidad, la capacidad de plasmar lo imaginado alcanza una especie de acabamiento: Spielberg lo hace con enorme elegancia, sin exagerar la espectacularidad ni regodearse en ella. A su modo, es una película sobria. Ready Player One transcurre en dos universos paralelos: el de Oasis y el del mundo real. Más que los logros visuales del gran videojuego, llaman la atención las transiciones y la habilidad de Spielberg como narrador para pasar de una esfera a la otra. Lo que en principio es una caza del tesoro en Oasis, se convierte en una guerra que transcurre simultáneamente en dos escenarios que se alternan en la pantalla (y que, a su vez, son múltiples). A uno y otro lado tiene lugar un enfrentamiento épico entre Wade y sus amigos por un lado y el villano corporativo Nolan Sorrento, cuya empresa se apoya en el trabajo esclavo y quiere conquistar ambos mundos.
Pero como suele ocurrir en el cine de Spielberg, las metáforas de la película la dejan expuesta. En primer lugar, ¿qué alternativa hay contra Sorrento y su capitalismo despiadado? La respuesta es el grupo revolucionario clandestino que encabeza Samantha, la chica de la que Wade se enamora en Oasis bajo el nombre de Art3mis y que después resulta igualmente querible de este lado, como justificando así el amor en las redes sociales, la verdad de los avatares y los disfraces para quienes son puros de espíritu. Es que el tema religioso entendido como la búsqueda del Grial estuvo siempre en Spielberg, como siempre estuvo detrás del cine clásico de Hollywood: baste mencionar que el seudónimo de Wade en Oasis es el de un cruzado, Perceval.
Pero ¿está Spielberg a favor de una revolución contra los abusos del capitalismo? No, de ningún modo: Spielberg no es un cínico. La contracara del capitalismo malo es el capitalismo bueno, humano, encarnado por Halliday y la necesidad que plantea la película de equilibrar la inteligencia y la ambición con lo que la realidad virtual y el espíritu emprendedor del capitalismo no pueden ofrecer: sexo y buena comida. Especialmente el sexo, un placer que Halliday no pudo disfrutar por su timidez y que Wade debe alcanzar dando el verdadero salto hacia lo humano con la dulce Samantha. En el capitalismo que Wade propondrá cuando sea dueño de Oasis habrá tiempo para hacer el amor. Pero el suyo seguirá siendo un mundo de líderes y capitanes de la industria.
Dice D’Espósito que cuando Spielberg estrena dos películas casi simultáneas, una suele ser la contrapartida de la otra y, aunque no las vio al momento de escribir, se arriesga a suponer que con The Post y Ready Player One ocurrirá lo mismo. Y en cierto modo es así: The Post transcurre hace unos cuarenta años, Ready Player One dentro de otros treinta. En un caso, el optimismo de Spielberg se asienta en el poder de las instituciones democráticas (en particular de la prensa) para enfrentar los abusos del poder. En Ready Player One, ya no hay más instituciones (apenas una policía que no se sabe bien a quién responde porque Sorrento maneja la política), y menos aun prensa: todo es mediático, audiovisual, manipulado, con una tremenda distancia entre el poder fáctico y los ciudadanos, cuyo único capital simbólico y motivo de fraternidad es el conocimiento de la cultura pop. La posibilidad de que ese modelo de producción y gestión no evolucione hacia alguna forma de autoritarismo y sea conducido por líderes bonachones y previsores es absolutamente ínfima. Si The Post es el recuerdo de una era previa a la posmodernidad, Ready Player One es la nostalgia por un mundo racional enunciada desde un planeta destruido. Casi como una autocrítica, Spielberg muestra que la integración definitiva entre el mundo y el cine será mediante el sacrificio del mundo.
Al final de la película abandoné el asiento infernal, me saqué los detestables anteojos y mientras el acento mexicano daba lugar a la música, en la pantalla en 2D desfilaron durante larguísimos minutos una serie de nombres. Tras los actores y los puestos históricos de cine aparecieron cientos y cientos de técnicos en efectos visuales. Recordé entonces una escena que se repite en Ready Player One: los empleados de Sorrento, encargados de competir en Oasis contra los héroes, aplicados a sus computadoras o con sus pantallas en la cara jugando para servir a su patrón (al modo en que dicen que operan los trolls en las campañas políticas). Esos empleados se mostraban hábiles e inteligentes y me hicieron pensar en esa lista de gente dedicada a construir pieza por pieza las fantasías de Spielberg. No creo que al cineasta se le haya escapado que los integrantes de su ejército de programadores y animadores se parecen más a los esbirros digitales de Sorrento que a Wade, Samantha y a los otros héroes del film, tan libres, creativos y rebeldes. No hay manera de ocultarlo y Spielberg lo exhibe. Es otra prueba de la transparencia de su cine. Pero, al mismo tiempo, es inevitable que tanto despliegue, tanta acumulación como la de Ready Player One termine sonando vacía.