ATRÁPAME SI PUEDES
Pasan los años y sigue siendo difícil definir a Steven Spielberg como cineasta. Ojo, hay gente que lo entiende sin ningún problema: son los que incurren en simplificaciones alarmantes, en las que se nota demasiado que lo juzgaron de antemano, antes de ver lo que tenía para ofrecer. No se trata de que es imposible criticar a Spielberg: hay muchas cosas en su cine para cuestionar (El mundo perdido: Jurassic Park, secuencias de La lista de Schindler o Munich, por citar algunos ejemplos) y personalmente nunca le voy a perdonar que haya elegido a Michael Bay para que se haga cargo de la saga de Transformers.
Pero el cine de Spielberg es complejo, ambiguo, contradictorio. Y esas características se potencian por el dinamismo y la velocidad de sus narraciones, pero también por el lugar problemático desde el que se posiciona: muchas veces no queda claro si está contando sus historias desde la butaca del cine, codo a codo con el espectador; desde la pantalla, inmerso en la materialidad ficcional; o desde una instancia intermedia, difusa, donde pareciera contemplar y recortar el proceso de producción y recepción cinematográfico. En ese sentido, Ready Player One podría pensarse como su película definitiva, donde el realizador piensa y reconfigura buena parte del imaginario que él mismo ayudó a crear, desde adentro pero también con un pie afuera.
No deja de ser llamativo cómo esta adaptación de la novela de Ernest Cline, centrada en la competencia que se desata por el control de un universo virtual llamado OASIS a partir de la muerte de su creador, no es usada como mera excusa por el director para montar un discurso. Aún cuando quiere configurar una mirada sobre el mundo –algo que está presente cada vez más en su filmografía más reciente-, Spielberg siempre pone el acento en los personajes. Lo que se impone en Ready Player One es el camino de Wade (Tye Sheridan), un joven para el cual OASIS es una gran vía de escape, pero que irá iniciando un camino de aprendizaje donde las dinámicas grupales, los lazos de lealtad, el amor y el diálogo con el otro son factores decisivos. En un punto se la puede pensar como una relectura de ET, pero hay más, mucho más.
Y hay más porque Spielberg retoma un tema subyacente en su filmografía, que es la maldición de la creación y el descubrimiento: desde por lo menos Tiburón, pasando por la saga de Indiana Jones, Jurassic Park, Minority Report o Guerra de los mundos, está ahí, latente. Spielberg nos ha dicho unas cuantas veces que el descubrir o crear implica responsabilidades que muchas veces no podemos asumir, que lo que revelamos o moldeamos a través de la exploración o la experimentación adquiere vida propia, decisiones propias. Ahí es donde surge la figura clave del creador de OASIS, James Halliday (Mark Rylance), alguien que construyó un mundo que luego solo supo controlar a medias, que por evocar con todo amor una enorme serie de referencias culturales que marcaron su infancia, en un momento dejó escapar el amor y perdió de vista su identidad infantil. Es como el rostro más humano del Zuckerberg de Red social –reemplazando la melancolía por el cinismo-, una actualización del Frank Abagnale Jr. de Atrápame si puedes o quizás una representación del propio Spielberg, de ese creador eterno y permanente que ve como todas sus obras recorren vías propias, que le escapan a sus propias intenciones, a partir del contacto con el público.
Aunque también Spielberg podría ser Wade, un joven que necesita de su alter ego virtual Parzival para sostener una identidad propia y que está en constante persecución de una multitud de enigmas dentro del gran enigma que es Halliday, otro padre ausente dentro de la filmografía del niño Steven, o por lo menos el referente que se fue, o que eventualmente se tenía que ir. En el recorrido de Wade hay una reivindicación del descubrimiento, donde no solo importa el resolver un interrogante, sino ese proceso mucho mayor, ese paso a paso que es mucho más rico y atractivo, por el que surge la verdadera personalidad. Y que también es incompleto: hay preguntas que no terminan de responderse, cabos sueltos que no llegan a dilucidarse, y ahí también hay un gesto de sabiduría, de lucidez, en aceptar que no hay una respuesta final, definitiva, que siempre hay más conocimiento por buscar e investigaciones que proseguir.
Eso es lo que lleva a que Ready Player One sea una nueva reivindicación –otra más- de la inocencia por parte de Spielberg. Esa inocencia que no es lo mismo que la ingenuidad, la que permanentemente pregunta por qué o cómo, la que fomenta la imaginación y que siempre va para adelante, aunque no deje de echar un vistazo hacia atrás. Por algo el villano –interpretado por Ben Mendelsohn- es un cínico, alguien que no piensa de manera imaginativa, que siempre quiere la respuesta pero no hace las preguntas, que solo busca ganar pero no piensa en cómo jugar, que hasta se muestra incapaz de construir un camino propio y por eso no le queda otra que dar órdenes a subordinados.
En el medio, como eje inquebrantable, la aventura: Ready Player One es una fantasía arrolladora y apasionante, con una estructura firme pero a la que nunca se le nota la mecanicidad, repleta de personajes queribles –todavía me cuesta elegir a un favorito-, una sucesión cautivante de citas y referencias culturales, y una gran cantidad de secuencias que constituyen una verdadera lección de cómo concebir el entretenimiento. Es ese posicionamiento la que la define como una película moderna (en su vocación entre experimental e innovadora) y a la vez superadora de la posmodernidad, por cómo se aleja de todo cinismo posible y se hace cargo de cómo el espectador transforma la obra, de cómo la recepción puede ser parte de la producción.
Con Ready Player One, Spielberg va delineando una coherente contradicción: por un lado, parece clausurar el imaginario que cimentó en las últimas décadas del Siglo XX, ese que han citado y rescatado films como Super 8 o series como Stranger things; pero por otro, deja las puertas bien abiertas y hasta se atreve a trazar posibles vías hacia el futuro del cine y el entretenimiento. Spielberg quema y construye puentes a la vez. Lo hace desde un relato que es una declaración de amor al arte de lo lúdico, a la amistad, al romance –hay varias historias de amor metidas en la trama central, todas interesantes-, al laburo grupal, a las segundas oportunidades y a la realidad como instancia de interpelación de lo ficcional. Spielberg podría ser Halliday, Parzival o Wade, pero también ha sido (y es) Indiana, Frank Abagnale Jr., Elliott y tantos más. No lo sabemos porque su identidad muta a cada film. Steven huye hacia adelante, no para de moverse y hay pocas cosas más hermosas que perseguirlo, y perseguir su cine. Atrápenlo si pueden.