En algún momento de la historia, la televisión prometió suplantar al cine como un medio popular. Algunos pensaron que debía convertirse en una ventana abierta al mundo, para observarlo primero y transformarlo después. El sueño utópico duró poco: más temprano que tarde, la televisión se encontraría con la banalidad del espectáculo.
Es posible que después de los noticieros, construidos en general por un discurso limitado sobre la realidad, los reality show sean el formato más lamentable. Los participantes no llegan al programa por ningún mérito aparente ni con objetivos claros, más allá de la búsqueda de fama y de dinero que la participación –supuestamente- conlleva. Son representantes de ciertos sectores sociales, de ciertos patrones de belleza y en la mayoría de los casos son jóvenes. Cada tanto incluyen a un hombre o una mujer proveniente de un sector bajo, con una historia de vida mucho más sufrida que la que pueden haber atravesado los otros participantes, para introducir la posibilidad de conflicto dentro de la normalidad impuesta.
Reality está lejos de El show de Truman, referente insoslayable a la hora de pensar, desde el cine, la dinámica de los realitys shows y sus implicancias. A diferencia de Truman, un hombre que descubría que estaba inmerso en un reality y pretendía salir, Luciano es un pescador italiano que, tras la insistencia de su familia, amigos y vecinos, hace la prueba y queda preseleccionado en el Gran Hermano. La noticia lo modifica, abre una dimensión sostenida por una idea de éxito que antes no existía. La posibilidad de integrar la lista de elegidos empieza a obsesionarlo y reviste cada una de sus acciones con un aura de evaluación, como si miles de cámaras ya lo estuvieran juzgando (Luciano se vuelve tan paranoico que sospecha incluso de un vagabundo, al que considera un enviado del programa).
El mundo del espectáculo, tanto el que construye la televisión como el que representa Hollywood, siempre se vendió como un terreno de felicidad, en contraste con el que habitan el resto de los mortales. Con su cámara en mano, Garrone delata la impostura: la cotidianeidad de Luciano está cubierta por colores estridentes, un aire fresco y por una auténtica camaradería entre vecinos y amigos. Su declive comienza cuando pretende acceder a la fama que otorga la mera circunstancia de estar parado frente a una cámara.
Hay un dato que excede al entramado de la película pero que es sugerente: Aniello Arena, el actor que interpreta a Luciano, es un ex miembro de la Camorra y está preso desde hace veinte años por un asesinato. Para que pudiera actuar en la película, Garrone logró un permiso especial. La labor del debutante es impresionante; es difícil encontrar un actor con tanto carisma, que se haga dueño de todas las escenas en las que aparece. Sin embargo, el dato nos obliga inevitablemente a preguntarnos por qué Garrone tomó esta decisión. La respuesta quizás tenga que ver con la contradicción que existe entre el deseo de un preso y el de un participante de reality show: mientras el primero quiere salir, el segundo quiere entrar. Pero más allá de esa distinción simbólica, el resultado es de una potencia arrolladora: Arena tiene carnadura, le pone el cuerpo a todas las escenas, su desazón y su alegría son tan creíbles como las de los actores que participaban en las mejores películas del neorrealismo italiano. La película de Matteo Garrone se encuentra con esta tradición, desnuda las aristas que alimentan el prepotente y falso realismo de la televisión y se aleja también de la estilización que impera en el cine contemporáneo.