La clase obrera no va al paraíso, sino a la televisión
La primera escena de la película muestra una secuencia notable. Se trata de una especie de boda temática, con pelucas y carrozas, con una puesta en escena que hace acordar a esos mamarrachos festivos donde, por ejemplo, un padre se disfraza de “la bestia” para recibir a su hija “la bella”, que cumple 15, o a los eventos con consignas: “vaya por acá, levántese, baile, siéntese, juegue”, y otras aberraciones imperativas. Garrone nos dice desde el principio “bienvenidos al mundo del espectáculo” en el momento culminante de la fiesta cuando una estrella del Gran Hermano italiano irrumpe y activa los deseos del protagonista, Luciano, y su familia. Son estos los que lo incitan a presentarse a un casting por su carisma y los que luego no soportarán las consecuencias de su persistencia. El personaje se vuelve paranoico a causa de una llamada que nunca llega y transforma su mundo cotidiano a partir de esa frustración, creyendo ver señales en todos lados.
Es interesante e incómoda la mirada del director. Nunca se resigna a una visión chata que exponga el modus operandi en sí de la televisión con un ritmo frenético, sino que lo bordea para recorrer los rostros fascinados de los personajes. Es más, la misma noción de espectáculo ya se ha comido al mundo mismo, parece decirnos el ideologema que atraviesa el film. La noción de reality abarca tanto a la sociedad napolitana como al programa de televisión en cuestión. Es bastante sintomático que el casting al que acude el protagonista sea el emblemático espacio de Cinecitta para entender que la televisión hace rato se tragó al cine; es el momento en que uno recuerda los anticipos de la hecatombe: Bellísima, de Visconti, Ginger y Fred, de Fellini o las lúcidas elucubraciones ensayísticas de un Pasolini, a los cuales Garrone actualiza con moderación, pero lleva hasta la consecuencia terminal de entender todo, hasta el más mínimo gesto como parte de un reality. Por ello, también le responde al De Sica de Milagro en Milán: la clase obrera ya no va al paraíso; su mayor ambición puede ser terminar en un programa de televisión. La paranoia de Luciano obedece a sentirse observado; es la misma sensación que genera un mundo gobernado por los dictámenes de las cámaras en cualquiera de sus formas.
La identificación de Luciano con el brillo y la pompa que exhala Enzo, la estrella, está hiperbolizada. Se trata de un mecanismo que acentúa el artificio conjuntamente con una estética de colores fuertes, siempre con la intención de relegar cualquier tipo de atención focalizada en lo documental. La marca socarrona de Garrone se intensifica cuando se pretende eliminar la enfermedad televisiva (como al Quijote cuando el cura y el barbero le quieren quemar los libros que lo llevaron a la locura) con el refugio eclesiástico: queda claro que no es más que la sustitución de un espectáculo por otro. La secuencia final lo confirma y la imagen que nos queda cuando la cámara asciende es tremenda: una luz persiste, la del estudio; el resto es un mundo apagado.