Siamo Fuori
Reality (2012), de Matteo Garrone, maneja un registro raro, con un tono incierto, sin rumbo fijo aparente, siguiendo los devaneos alucinatorios del protagonista. La historia sería algo así: Luciano (Annielo Arena) atiende una pescadería en un barrio humilde de Napolés. Vive con su mujer, hijos, tías, sobrinos, hermanos, madre y suegra. Es un tipo simpático y querido por su familia, vecinos y amigos. Para salir adelante y hacerse de unos pocos pesos (euros, en este caso) lleva adelante una pequeña estafa comprando y vendiendo unos robotitos que aparentemente tienen uso culinario y que no hacen más que acentuar cierta extrañeza en el relato. De repente, se le cruza por delante la posibilidad de hacer un casting (alentado por su propia familia principalmente) para participar de una nueva edición del Gran Hermano italiano. A partir de este momento Luciano se sumergirá en una espiral descendente entregándose lentamente a sus delirios y fantasías; esto es, a la necesidad de ser alguien, de trascender, de salvarse económicamente.
Lastimosamente, y sin juzgar nunca a sus personajes (que bordean lo grotesco, sí), Garrone nos muestra cómo Luciano (interpretado intensamente por Arena, actor no-profesional, actual convicto, ex-mafioso de la Camorra) descuida a su familia y se abandona a sí mismo, hundiéndose en su sillón, mirando Gran Hermano a toda hora, esperando a que lo llamen para entrar en la casa, entrando en desvaríos paranoides persecutorios, creyendo ver a gente de la producción del reality siguiéndolo en la calle, observando su comportamiento, evaluándolo como potencial participante.
Haciendo uso de voluptuosos movimientos de cámara, como los dos planos secuencia que abren la película, el primero, aéreo, siguiendo a un carruaje y el que le sigue, caminando junto a una pareja que está a punto de casarse y atravesando una verdadera confluencia de fenómenos (niños, viejos, gordos, discapacitados, enanos), Garrone nos introduce a Enzo (Raffaele Ferrante), ganador del último Gran Hermano, quien se dedica a animar fiestas y hacer presencia en eventos y discotecas, siendo éste, objeto al que aspira Luciano. Es decir, un personaje del cual uno no termina de saber cuáles son sus virtudes, si es que las tiene, que es famoso por el solo hecho de haber aparecido en la tele, como le ocurriera a Luciano cuando en su vecindad se enteran de que participó en el casting (“cuando seas famoso, no te olvides de nosotros” le dicen en el bar al que siempre frecuenta). El problema de Luciano es que la llamada del programa jamás llega y su nivel de decepción, ansiedad y fastidio va in crescendo, mientras que la cámara de Garrone va cerrando cada más el plano para ir quedándose con la mirada aturdida y confundida del protagonista a medida que avanza la película.
Garrone apunta sus dardos directamente a la sociedad del espectáculo, que ha terminado fagocitando la brecha entre la realidad y la fantasía (Guy Debord en su libro La société du spectacle, de 1967, dice “la declinación de ser en tener, y de tener en simplemente parecer”), distorsionando nuestra percepción y valoración propia, desatendiendo nuestras propias capacidades en pos de recibir atención por el mero hecho de existir pretendiendo destacar sin ninguna cualidad más genuina o auténtica. Pero nunca recargando las tintas o subrayando, sino matizándolo todo en el lento y reposado descenso de Luciano a sus propios infiernos privados.