La edad del pavo.
Es la primera vez que veo una película con Robert Pattinson: me interesaban Crepúsculo y Luna nueva pero por motivos varios no llegué a verlas en su momento. El batifondo crítico y por parte del público que acompañó a esas películas me hacía esperar de Recuérdame y de Pattinson algo muy diferente de lo que me terminé encontrando. En Recuérdame no estaba ni el nuevo galán cinematográfico que pretenden los fans ni el carilindo de actuación paupérrima que denunciaba la crítica. Más bien lo que había era un actor (encarnando a un personaje que, se ve, está escrito para su lucimiento personal) con algún que otro costado interesante, y que de a ratos alcanzaba a cobrar una cierta presencia cinematográfica. Se nota, sí, el peso de su figura en la película, la que parece tenderle todos los puentes posibles al actor para que Pattinson se dé el panzazo actoral del año (o al menos lo intente). Es una pena que la película le deje todo servido en bandeja al protagonista, porque la mayor parte del tiempo Tyler no es más que un triste estereotipo de sí mismo: chico rico que quiere conocer la dureza de la vida, galán solitario que rehuye la compañía femenina como si de un retiro espiritual se tratase su existencia, amante del conocimiento pero no de las instituciones (va a las clases de la universidad como oyente), etc. Pattinson se la cree, sobreactúa más de la cuenta y es increíble ver cómo, de manera consciente o no, de a poco la película se le vuelve en contra: el padre (Pierce Brosnan) que tanto odia resulta ser un personaje bastante accesible, sus escarceos amorosos lo dejan en evidencia como un histérico de aquellos, y su rebeldía general se revela más como un capricho adolescente que como una verdadera toma de posición. Esto se ve con claridad en la escena en que Tyler va a la oficina de su padre a recriminarle que no estuvo presente en la exposición de su hija: el tono de los reproches del joven resultan infantiles cuando no directamente bobos, y la actuación de Pattinson en particular es exagerada, malograda y genera una distancia insalvable entre el personaje y el público; no es que el personaje de Brosnan me caiga bien, pero al final tenía ganas de que le pegara un bife, aunque nomás sea por mequetrefe. Y hablando de bifes, se nota mucho cómo la película trata de convertir a su protagonista en víctima cuando, poco después de la escena en la oficina, Pattinson es a) abandonado y cacheteado (¡y cómo!) por Ally, y b) humillado, golpeado y asfixiado (sí sí, asfixiado) por el papá policía de Ally. Como si el último refugio del personaje fuera la condescendencia y la lástima, la película lo somete a toda clase de torturas físicas y psicológicas, pero la sensación de fondo es que es el propio Tyler el que busca ese sufrimiento en más de un arranque sadomasoquista.
Cómo un avión estrellado. Es llamativa la alternancia en la relación entre protagonista y película: como ésta le extiende la mano o lo deja tirado y expuesto, según su antojo. Quizás el final, que solamente por su intrascendencia (no sea cosa que le demos mucha importancia, tampoco) no llega a ser uno de los más ridículos y abyectos del cine reciente, se pueda leer como un ajuste de cuentas definitivo para con Tyler: justo cuando el chico estaba arreglando su vida, viendo a su padre tal cuál es, haciéndose cargo de su relación con Ally, justo ahí, ¡pum! Resulta que la oficina del padre en la que se encontraba Tyler quedaba ¡en una de las torres gemelas! Y que la fecha es ¡11 de septiembre! La película no sólo le propina el chirlo final al protagonista, sino que a la vez trata de erigirlo en una suerte de mártir de ocasión; si lo vemos como un gesto final de indulgencia, un último deseo cumplido a destiempo, a Tyler al menos se le concede el estatus de verdadera víctima, esa en la que trató de convertirse por sus propios medios sin éxito durante toda la película.