Han pasado 7 años desde la invención de Facebook y el cine ya le ha dedicado su primera película. Es que la proeza de Mark Zuckerberg, un nerd inteligente y un miembro dudoso del club social de Harvard, es mucho más que ser un personaje curioso del siglo XXI y el millonario más joven del planeta. Su popularidad y fortuna revelan un modo de producción: el de la subjetividad capitalista del nuevo milenio. Sí, porque los modos de producción implican modos de relación, y ¿no es Facebook un sistema publicitario de la intimidad, una vidriera del Yo como mercancía de consumo? El inicio del film es prometedor. Zuckerberg y su novia discuten sobre su relación; será el fin del vínculo, lo que precipitará una venganza virtual. La red informática de Harvard colapsará: ¿quién es la más fea del campus? Más tarde, dos hermanos aristocráticos, los Winklevosses, le propondrán a Zuckerberg inventar una red social para los elegidos de la universidad. El héroe tomará la idea, se la apropiará, expandirá el concepto y lo democratizará. Fincher organiza el relato a través de un juego narrativo dividido en dos: la genealogía de Facebook y su evolución, y los pormenores intercalados de un juicio entre los Winklevosses y Zuckerberg, una opción algo esquemática que no es en última instancia el problema que padece el film. Fincher es un director sensible a su época, y La red social captura el Zeitgeist mejor que muchas películas, pero no por eso consigue interpelar y develar un tiempo histórico específico. ¿Por qué a Zuckerberg, al menos en un primer momento, no le interesa el dinero? Ensayar una respuesta a este acertijo hubiera sido esclarecedor, pero el film se limita a enunciar un misterioso rasgo de la conducta de su héroe. Cuando no se parece a una suerte de “American Pie va a Harvard”, La red social intuye y sugiere que la seducción es el principio organizador tanto de nuestra vida cotidiana como de la economía globalizada.