Matías está adentro de un pelotero, atrapado, con la cara pegada a un vidrio mirando a los demás nenes que juegan afuera.
Alegoría de su vida, inicio de lo que va a ser una fábula circular que lo conducirá exactamente hacia el extremo opuesto. Matías observa cómo pasa la vida de los otros, cómo el resto de los nenes disfruta de los juegos, de la infancia, de sus padres, mientras él tiene que lidiar con temas para los que no está preparado, para los que ningún nene debería estar preparado: la violencia doméstica.
Barrio Piedrabuena, ese barrio de conglomerados de concreto gris apilados, atestados, casi en el límite con la General Paz, ese barrio de recovecos infinitos, de edificios venidos abajo, de departamentos simétricamente deprimentes, de ascensores a punto de caerse, de escaleras angostas y claustrofóbicas, símbolo de la más descarada negligencia y descuido. Un barrio olvidado, marginado. Un callejón sin salida, un laberinto eterno, acaso una postal de nuestro pequeño protagonista atrapado en los confines de su realidad.
Y, al llegar a su casa y ver a su mamá tirada, herida por los golpes, arranca la odisea, el escape y el posterior encuentro de un refugio.
Matías ya no tiene más vida, ni colegio ni amigos. La violencia arrasó con todo.
Refugiado es, en cierta forma, Infancia Clandestina, o el horror visto desde los ojos de un niño. Y ese es el gran acierto de la película: retratar una temática cotidiana y terrible desde el extrañamiento de un nene de 12 años que no tiene los recursos para lidiar con los hechos. ¿Y qué hacen los niños cuando no pueden lidiar con el horror? Juegan, se inventan mundos, se evaden. La psiquis sana saca a relucir, sabiamente, los mecanismos de protección que defienden a esa personita indefensa de la tragedia.
Y así es cómo Matías conoce a su primer amor, y juega, dibuja, charla, se deja mojar por la lluvia, grita, juega con la comida, en un viaje que es de auto-descubrimiento a la vez que mecanismo evasor que le permite aferrarse a la vida. Matías necesita esos momentos para sobrevivir a la tragedia y ser sostén de su madre.
Y, por momentos, no termina de entender y se enoja con su mamá, pero se arrepiente. Y quiere ver a su papá, pero se arrepiente. El fuera de campo paterno funciona en dos dimensiones, en tanto monstruo de película de terror que no se muestra porque su sola ausencia genera más temor (grandes escenas de persecución cargadas de suspenso físico), en tanto figura paterna ausente, desdibujada, nociva. Aquel a quien no vemos es la amenaza constante, el mal que acecha.
Y así sigue el derrotero, de hotelucho en hotelucho, pasando por el hotel aojamiento con cama en forma de corazón. Porque hay que seguir moviéndose ya que el peligro acecha.
Finalmente, una vez en el Tigre y con su abuela, Matías puede empezar a distenderse. El enclaustro del Barrio Piedrabuena se contrapone a la inmensidad de la naturaleza de Tigre. Matías ahora es libre. Y el plano cierra, simétricamente opuesto al del inicio, con él mientras contempla el río. Ya no hay vidrio ni superficie o realidad alguna que lo separe del afuera. Y vuelve a su refugio, a su nueva casa, sabiendo que aquello es el inicio de una nueva vida.