Con la sombra del miedo en los talones
En su película más lograda desde Tan de repente, Lerman narra un caso típico de violencia de género, pero sin caer jamás en el golpe bajo gracias a dos claves de la puesta en escena: el punto de vista del niño y el fuera de campo del victimario.
Una mujer joven, embarazada de tres meses, huye de su pareja, un hombre golpeador, junto a su hijo de ocho años. Una historia así cuenta desde el minuto cero con la empatía del espectador y hasta de la sociedad en pleno, por tratar un tema particularmente sensible, el de la violencia de género. En esa ganancia reside también el riesgo: el de sobreexplotar ese consenso, pegando golpes por debajo de la cintura. En la que es su película más satisfactoria desde Tan de repente (2002), Diego Lerman logra evitarlos casi por completo. Una escena de suspenso, que pivotea sobre la tensión de si el victimizador dará o no con la víctima, es uno de los escasos momentos en que el film parecería ceder ante esa tentación. Pero Lerman, que coescribió el guión de Refugiado junto a María Meira (tercera ocasión en que lo hacen a dúo), trabaja con sumo acierto dos elementos claves de la puesta en escena: el punto de vista, que es el del niño (de allí el título), y el fuera de campo, donde mantiene la figura del golpeador, cerrando así el paso al choque directo entre víctima y victimario.
Es que Refugiado “corre” el conflicto desde el clímax del enfrentamiento hacia el de sus secuelas, haciendo de su tema el quiebre, la angustia e intento de reconstrucción posteriores. Que incluyen el llevar adelante un embarazo. Presentada en la prestigiosa Quincena de Realizadores de la última edición de Cannes y declarada de Interés Cultural por la Legislatura porteña, el opus 4 de Lerman (luego de las fallidas Mientras tanto, 2006, y La mirada invisible, 2010) acompaña la fuga de Laura (Julieta Díaz) junto a Matías (Sebastián Molinaro) desde el momento en que éste la encuentra tirada en el piso y sangrando, consecuencia del último arrebato de violencia de Fabián. A partir de allí, Refugiado funciona como film de escape, tanto como podría serlo alguno de Hitchcock, obviamente reducido a la escala más íntima. Con muy buen criterio, el guión compacta la acción en unos pocos días y se adhiere casi exclusivamente a sus protagonistas, logrando así ajustar el foco y concentrar el drama.
Al ceñir su punto de vista al de Matías, la película sabe tanto como lo que él ve. Sabemos que Laura y el niño viven en un modesto barrio de monoblocks, sabemos que ella trabaja en una hilandería (en un momento pasan por allí, para recoger el producto de una colecta solidaria de las compañeras), que él va a la escuela (en un momento lo menciona) y que no es la primera vez que papá le pega a mamá. Pero no sabemos nada más sobre la relación entre Laura y Fabián, ni sobre el marco familiar. Salvo cuando recurren a la mamá de Laura (Marta Lubos), que comenta con una vecina (Silvia Bayle) su desagrado por la relación con Fabián. Motivo por el cual habría estado distanciada de la hija desde hace tiempo.
Al concentrar la acción en unos pocos días, dando continuidad a las transiciones, Lerman logra transmitir impresión de “tiempo real”, aunque stricto sensu no se trate de ello. Los encuadres tienden a ser cerrados (como también lo eran en La mirada invisible, film de encierro), en correspondencia con el acorralamiento al que se ven sometidos, desde el fuera de campo, ambos protagonistas. En términos estrictos de suspenso y más allá de su carácter algo manipulador en relación con las emociones del espectador, la escena a la que se hace referencia funciona a la perfección, justamente por el adecuado manejo de ambas esferas (tiempo y espacio), exhibiendo una combinación de dilatación y concentración temporal y encuadres aún más cerrados que el resto de la película.
Si todo funciona tan bien, ¿por qué entonces una calificación que no se corresponde plenamente con el “Muy buena”? Porque no todo funciona tan bien. Más allá de la reserva señalada, el típico lastre de las coproducciones se hace sentir con la aparición de una niña que es colombiana sólo porque ese país intervino en la producción. Mejor resuelta está la parte polaca de la coproducción, al recaer en el director de fotografía Wojciech Staron, tan exquisito como suelen serlo sus compatriotas en ese rubro técnico. Con su rostro y comentarios que si no son improvisados suenan como si lo fueran, el debutante Sebastián Molinaro se ganará sin duda las simpatías del público. ¿El típico niño encantador, puesto justamente para eso? Sólo en parte: Molinaro funciona igualmente bien cuando se recoge en la pena o cuando se entrega a la furia catártica. En un papel que podría prestarse tanto para el lucimiento como para el facilismo, Julieta Díaz muestra una vez más esa suerte de expresividad contenida que la caracteriza, manejándose con pareja autoridad en situaciones de pánico, de incertidumbre, de angustia o explosión. En una única escena se nota que, más que vivirlo, está actuando un estado de shock, que la lleva a hablar de modo exageradamente entrecortado.