La mirada del niño
Con una precisión notable para enlazar lo temático con lo formal, Diego Lerman construye en Refugiado un gran film que tenía todos los condimentos para convertirse en la película de la semana -esa que debate temas importantes que se discuten en los programas de radio-, pero que elude esa “responsabilidad” para convertirse en su lugar en cine del bueno. Una mujer golpeada por su pareja, que huye junto a su hijo en una especia de “road movie urbana y doméstica” -según palabras muy sabias de su director- es el centro del relato, pero lejos de tematizar el asunto o de construir un espectáculo a su alrededor (eso sólo ocurre en una escena, pero que por su perfección termina estando justificada) lo que hace el inteligente guión que Lerman comparte con María Meira es poner el acento en las consecuencias de esa violencia que el hombre ejerce contra la mujer, en primera instancia, y contra su propia especie humana en definitiva: porque el título, y los planos y el lugar donde está puesta la cámara, no hacen más que remitir a Matías, el pequeño hijo de la pareja.
Lerman sabe que ponerse mostrar la violencia física es impactante, pero no trascendente. Mostrar esa violencia sería ponerse a discutir su sentido. Y nadie en su sano juicio puede ponerse a discutir la lógica de la violencia, pero especialmente la de la violencia doméstica ejercida de hombres a mujeres. Sin dudas es mucho más interesante, no sólo temática sino narrativamente, mostrar cómo esa violencia opera psicológicamente en aquellos que son víctimas. Porque nos pone en un lugar incómodo de comprender e interpretar nuestras propias motivaciones, aquello que nos une al horror y de lo cual no nos podemos despegar: Laura y Matías tienen tanta necesidad de escapar de ese ser violento que los ahoga, como de seguir pegados a él de una forma algo patológica.
Para que todo esto funcione, Lerman extrema una serie de ideas de puesta en escena que funcionan con gran exactitud y organicidad dentro del relato. Primero pone a Fabián, el golpeador, en un espacio off: nunca veremos de él más que su espalda fuera de foco o escucharemos apenas su voz por el teléfono. Y sin embargo, su presencia es constante en cada instancia de tensión que la película elabora con climas que bordean el terror. Esa apuesta del realizador permite, en primera instancia, mantener el punto de vista en las víctimas, pero además construir a ese hombre golpeador en una síntesis de algo más general. Ese hombre golpeador son todos los hombres golpeadores; despersonalizar es a la vez elaborar un concepto, en este caso tremendo y asfixiante.
La ciudad y los espacios en Refugiado contribuyen a aquello, son terribles; la cámara recurre a planos cerrados pero también a un nervio que impide ver el contexto: en el centro de los planos tenemos a Laura y Matías, escapando, huyendo, hacia adelante pero siempre mirando hacia atrás. Así son también los espacios institucionales que el film muestra: fríos, distantes, despersonalizados. No hay maldad en ellos, no al menos una maldad intrínseca, sólo un espacio protector endeble, débil, frágil, que protege pero impide la necesaria reconstrucción de un futuro. En ese universo de familias partidas de Refugiado, lo que queda es un mundo de mujeres solidarias que se sostienen unas a otras. Lerman elude el discurso panfletario y trabaja lo genérico con complejidad: la Laura de Julieta Díaz es una mujer débil, pero que nunca recurre a la lástima del espectador. En una parte por la notable composición que hace la actriz, pero también porque el guión elabora una mujer-víctima pero no victimizada, decidida pero temerosa, que recurre a la violencia psicológica con su hijo cuando la pedagogía ya no funciona. En definitiva Refugiado no deja de ser una película sobre la violencia dentro del marco familiar, racionalizada y sugerida como una forma de sostener el crecimiento de los individuos.
Y lo otro que hace estupendamente el director, es sostener la mirada del niño con una cámara que recurrentemente se pone al nivel de sus ojos, para de esa manera elegir conscientemente el nudo de su conflicto. La película abre con Matías en uno de esos túneles de salón de juegos infantiles, que hace la vez de burbuja protectora. Una especie de mundo interior donde su disfraz de superhéroe evidencia esa necesidad de un poder sobrehumano que avasalle su cruda existencia. El despojo gradual de ese disfraz mostrará no sólo la necesidad de autodefinición, sino también que la fantasía no es más que un agradable deseo nunca terrenal. Es precisamente su decisión la que pone cierre al conflicto que Refugiado muestra en unos últimos minutos ejemplares: hay puertas que se cierran y un río que se lleva aquello que resulta indeseable, pero cuyas olas no hacen más que dejar patente la idea de que no hay forma de huir de aquello, que eso vuelve una y otra vez. Como que la familia, que en el fondo eso es lo que construimos aunque nos repele, es un lazo indeclinable con nuestra pasado y nuestro futuro.