Los rastros y rostros de la violencia
Si en Tan de repente (2002), ópera prima de Diego Lerman, la idea de fuga era una posibilidad de búsqueda y parte de una aventura iniciática, es precisamente la fuga la que domina la tensión dramática de su cuarto opus, Refugiado, y la clave para comprender los alcances de su cine en su rol de narrador.
La sutileza con la que se enmarca este derrotero frenético de dos víctimas de la violencia de género, Laura (gran actuación de Julieta Díaz) y su pequeño hijo Matías (la revelación Sebastián Molinaro) en un corto lapso de tiempo, implica por un lado el reconocimiento de las enormes chances del lenguaje cinematográfico para abarcar temáticas de tipo universal con tanta delicadeza -por lo áspero del tema- que la tentación del golpe bajo siempre está a la vuelta de la esquina.
Lerman, no sólo construye un relato de fuga de manera eficaz en la puesta en escena, sino que traza a sus personajes con una gran sensibilidad y sentido de la observación por los gestos, miradas, silencios y pequeños detalles que se van acrecentando a medida que la angustia de Laura, por encontrar un refugio que no esté al alcance de su pareja, -siempre fuera de plano tanto sonoro como visual-, se apodera de la pantalla. Ese in crescendo además encuentra un complemento ideal en la inocencia de Matías, aunque también en su entendimiento de la situación dramática, algo que deja de ser un juego en el momento en que halla a su madre tirada y lastimada en el interior de su departamento.
Para que la química entre Díaz y Molinaro explote en un vínculo tan intenso que el espectador conciba sin reparos que ambos sean madre e hijo en la ficción, el mérito es tanto de ellos como del realizador por saber dirigirlos y en ese trípode se encierra este círculo no vicioso sino todo lo contrario: virtuoso por su rigor y confianza en la historia que se quiere contar, o el cuadro que se quiere exponer ante nuestros ojos, el de los rastros que deja la violencia en los rostros de quienes la padecen.