El pasado que condena
El carisma de Julia Roberts eleva el potencial de Regresa a mí, el drama de un joven adicto que regresa a casa con una oscurísima historia latente.
Esta no es una crítica de una película sino la celebración de una actriz. Un elogio –acaso desmesurado, de un muy poco objetivo fan– del talento y el carisma de Julia Roberts para hacer posible que cualquier película sea pasable o, al menos, tolerable, al tenerla como protagonista. Los que tenemos “cierta edad” la hemos visto nacer cinematográficamente en la pantalla en una película pasable, tolerable, seguramente mediocre llamada en Argentina Flores de acero, en 1989. Al año siguiente ya era una estrella mundial gracias a Mujer bonita (una película que hoy no pasaría ningún test feminista ni de corrección política, admitamos) y el resto es historia pública. Hizo algunas grandes películas (La boda de mi mejor amigo, Un lugar llamado Notting Hill, Erin Brockovich, Closer, y hay que esforzarse para encontrar otras) y muchas pasables, tolerables, mediocres: thrillers de acción, dramas familiares, películas infantiles y comedias menores, algunas de las cuales hoy se encuentran perdidas por los pasillos algorítmicos de Netflix.
Fue la reina de la comedia romántica en los ‘90 y su reconversión como “actriz seria” nunca se produjo del todo, más allá del Oscar por Erin Brockovich. Allá donde todos empiezan a usar la calculadora del prestigio y eligen transformarse en nominados seriales engordando, afeándose, viajando a África y haciendo acentos extraños, Julia siempre fue muy parecida a Julia. De hecho, fue nominada apenas una vez más en las siguientes dos décadas… y como actriz de reparto. Acaso por preferir dedicarle más tiempo a su familia, acaso por “mala suerte” a la hora de elegir proyectos taquilleros, Roberts se convirtió en una presencia constante e inolvidable sin tener en su haber grandes superproducciones (debe ser de las pocas no “marvelizadas”) ni otras películas ganadoras de premios. Si uno mira los títulos de su filmografía, la mayor parte de las veces hay que hacer un esfuerzo para recordar qué películas fueron. Y si uno mira su historial de taquilla, su éxito comercial más grande sigue siendo Mujer bonita. Es lo que podríamos llamar, una actriz de catálogo.
¿Y por qué seguimos hablando y alabando a Julia Roberts? Acaso sea una cuestión generacional –lo admito–, pero creo que va más allá de eso. Es la clase de actriz que nos recuerda la magia de un star system que ya casi no existe en su manera tradicional (hoy se habla de celebrities, pero eso es otra cosa) y la que nos retrotrae a la idea de “presencia cinematográfica”. Como Tom Cruise –otro actor infravalorado pero con más suerte taquillera–, Roberts no tiene lo que los especialistas llaman un “enorme rango actoral”. No. Y no lo necesita. Lo suyo es axiomático, es verdadero, se comunica por línea directa con el espectador, como si ambos estuvieran dentro de la misma película, con la única diferencia de que ella está ahí, presente, y uno afuera, mirándola. Y claro, esa sonrisa, que aun cuando no explota del todo (Regresa a mí tiene muy pocos momentos de alegría) nos hace sentir que estamos en buenas manos, encaminados, seguros.
Aquí encarna a Holly, la madre de Ben, un joven adicto a los opioides (Lucas Hedges) que ha regresado a su casa para Navidad después de un breve período de internación para desintoxicarse. El reencuentro es celebratorio pero con dudas. Hay besos y abrazos –con su madre, su hermana, sus dos medios hermanos menores, y un poco menos con su circunspecto padrastro–, pero todos sabemos que detrás del iluminado arbolito hay tensiones, hay pasado, hay una historia oscurísima. Y la película del director de Pieces of April –padre en la vida real del coprotagonista– va dando cuenta de todo eso, ya que, en medio de lo que parecen ser unas apacibles y conciliatorias celebraciones, hechos y protagonistas del pasado reciente de Ben reaparecen para convocarlo a seguir siendo parte de ese universo del que está tratando de salir.
La película tiene una sólida primera mitad en plan drama familiar, pero uno que maneja cierta intriga respecto a los traumas que se vivieron en esa casa que hoy parece una postal navideña interracial. Pero aquello del “pasado que vuelve” se torna demasiado literal y en su segunda mitad la película derrapa y se vuelve una suerte de thriller de bajo voltaje y pobre ejecución, con una madre tratando de rescatar a su hijo de “las malas compañías” que no quieren dejarlo ir.
A lo largo de todo el film es notable como Hedges (un gran actor de 22 años que se lucía en Manchester junto al mar como el sobrino que estaba a cargo de Casey Affleck) y Roberts elevan un material que sería más apto para lo que antes solía llamarse “película de la semana” (esos telefilmes sobre temas actuales y “acuciantes”) y lo convierten en algo más potente que eso. Por los ojos de Julia pasan las historias y las dudas, los miedos e inseguridades del reencuentro con un hijo que ama y que sabe que, en cualquier momento, puede volver a perder, o perder del todo. No le hace falta decir grandes cosas (de hecho, el guion es tan flojo que es mejor cuando mira, abraza, toca y sufre sin hablar), pero su rostro expresa todo lo que una madre puede sentir ante una situación como esa. Y Hedges está más que capacitado para seguirle el ritmo sin tampoco sobreactuar su rol de adicto en recuperación.
Pero no, no es una gran película. Ni siquiera una realmente buena. Es mediocre, pasable, tolerable. Y es, otra vez, la prueba de que muchas veces hay actores que le dan vida y gracia a un film menor con su sola presencia, su carisma, su capacidad de generar una conexión con el espectador. Julia Roberts lo viene haciendo hace exactamente 30 años, casi sin fallas. Es la reina de ese curioso arte de la transferencia que se produce entre un actor/actriz y quienes los miramos en una pantalla. Es un monumento vivo a la empatía.