La fría adaptación de un clásico literario
La repercusión obtenida en 2007 por Expiación, deseo y pecado habrá apurado esta primera versión cinematográfica del clásico británico Regreso a Brideshead, tres lustros posterior a una muy reconocida miniserie que consagró a Jeremy Irons. Publicada en el momento en que la Segunda Guerra llegaba a su fin, la novela de Evelyn Waugh comparte con la de su compatriota Ian McEwan el carácter de melodrama romántico, con el conflicto bélico como fondo. Ambas dan pie al despliegue de lo que la jerga del cine gusta llamar “valores de producción”: grandes mansiones, millonaria reconstrucción de época, guardarropas lujosamente fotografiados. Aun en sus disparidades, Expiación lograba rasgar esa cáscara, al convocar algo del orden de lo humano. Académica hasta la médula, Regreso a la mansión Brideshead (título con que la película se estrena en Argentina) parece, en cambio, un antiguo monumento señorial, semivacío y lleno de figuras de cera.
En la novela, el conocimiento de una familia inmensamente rica, tradicional y católica conduce a un joven de clase media, futuro artista plástico, a una suerte de epifanía espiritual. No por nada ya en el momento de su publicación (1945) le ganó a Waugh acusaciones de reaccionarismo. Escrita por el veterano guionista Andrew Davies (autor de incontables traslaciones a la televisión de clásicos de la literatura inglesa) y dirigida por Julian Jarrold, que cuenta con su propia foja de clásicos adaptados, la versión que ahora se estrena intenta atenuar aquellos desbordes –evitando, por ejemplo, toda alusión a la conversión final del protagonista–, pero sólo para flotar en una media agua. A través de una serie de raccontos, el capitán Charles Ryder (Matthew Goode) recuerda, a fines de la Segunda Guerra, su relación de décadas con los habitantes de Brideshead. Mansión campestre de varias plantas y decenas de habitaciones, la de Lord y Lady Marchmain (Michael Gambon y Emma Thompson) parece más un museo que una casa.
De largo cuño nobiliario, los dueños de Brideshead despiertan en Charles la clase de fascinación y rechazo que sólo el abismo de clase puede promover. El de clase y el de credo: a Ryder, los rezos de sus anfitriones –toda una extravagancia, en medio de la Inglaterra protestante y eduardiana– le suscitan una asombrada curiosidad, teñida de ironía. Sobre todo, teniendo en cuenta que si llegó hasta allí fue de la mano de uno de los hijos del medio, Sebastian (Ben Whishaw), que no representa exactamente el ideal de vida religiosa. Casi un émulo de Oscar Wilde, los foulards de Sebastian suelen ser tan largos como sus fiestas, su consumo de alcohol y su núcleo de amigos varones. Esta versión explicita aquello a lo que el propio Waugh no se atrevía a decir con todas las letras. Aunque no del todo. Hay algún piquito y una larga convivencia entre Sebastian y Charles, pero ninguna escena de cama.
Si la hubiera, sería pasajera. Basta que aparezca Julia, hermana menor de Sebastian (Hayley Atwell) para que la atención amatoria de Charles se reenfoque bruscamente, dando al relato su verdadero motivo romántico. Pero ese motivo está más escrito que representado: ni los protagonistas ni el realizador parecen en condiciones de dar vida a lo que está en el papel. Más allá de que una Emma Thompson de cabello imperialmente blanco luzca tan autoritaria como una reina –y tan política, conspirativa e intrigante– y de que Michael Gambon retoce todo lo que pueda en su papel de aristócrata abandónico, exilado y hedonista –antes de su arrepentimiento final, claro está– los personajes se definen más por lo que se dice de ellos que por lo que hacen, son o aparentan ser. No habiendo aquí asomo del brillo estilístico que redimía al texto original de un insalvable confesionalismo, Regreso a la mansión Brideshead más parece una versión Madame Toussaud de la novela de Waugh.