No vuelvas sin razón
Evelyn Waugh escribió Regreso a la mansión Brideshead en 1945. Debe haber millones de novelas esperando ser descubiertas por algún productor de cine, pero es raro que recién alguien se haya decidido a trasladarla a la pantalla grande, máxime habiendo por ahí una adaptación en miniserie televisiva de renombre. Regreso… tiene ese toque british tan Merchant-Ivory que le patina la qualité de estos tiempos y le asegura un público fiel. Y hasta el sucio secretito del amor que no se atreve a decir su nombre (Wilde dixit) para que no se crean que no somos abiertos.
Una familia aristocrática y católica en Inglaterra en las vísperas de la Segunda Guerra Mundial conformada por mamá autoritaria e hiperreligiosa (Thompson), pero aún así divorciada de papá (Gambon) débil, ausente y capaz de rehacer su vida con amante italiana en Venecia, y los cuatro hijos de tan disímil pareja. El mayor un estúpido creído, la menor una inocente medio boba y los del medio la cara y cruz del drama próximo: él, Sebastian (Whishaw), un caprichoso homosexual de buenos sentimientos, y ella, Julia (Atwell), una díscola joven que de rebelde sólo las apariencias. Y de apariencias es que se vive en semejantes salones. Uno bien lo sabe a estas alturas de tantas películas antes vistas y que recrean estos tiempos idos. Cuando el joven Charles Ryder (Goode) llegue a la mansión Brideshead (más un museo que un hogar) algo empezará a hacer ruido por esos pasillos enormes y vacíos. Los hermanitos del medio caerán rendidos a sus pies y él no hará mucho para desilusionar a ninguno, ni siquiera a la matriarca que le encargará la tarea de “controlar” al menos un poco el rumbo del que se desvió del camino (ya que regresarlo a la buena senda es poco menos que un milagro lejos hasta de Dios mismo).
Todo el comienzo de vida universitaria y amigos equívocos (muy a la Maurice), con vacaciones en la mansión y los hermanos sacándose chispas y viaje a Italia incluido (ecos de Muerte en Venecia) tienen la tensión que la relación se merece y el filme bien sabe transmitir, pero en un momento dado ya no se puede sostener más la ambigüedad y lentamente el personaje de Sebastian se difumina y con él el triángulo que sostenía el interés. El rulo comienza a enrularse por demás y más allá del complicado amor (del amor heterosexual obviamente estoy hablando, el otro es imposible) que se sostiene en ausencia durante diez años tras haber concretado sólo un beso furtivo, las sutilezas que se venían manejando, las ironías que se lanzaban en parlamentos ingeniosos, se vuelven trazo grueso y exposición explícita. Todo se subraya y la religiosidad (sus conceptos de culpa, pecado, castigo) se apodera hasta de los personajes más pragmáticos y los vuelca hacia comportamientos que no condicen con su construcción. Y entonces vamos y venimos demasiadas veces, previsible y aburridamente para completar esa excesiva duración de la cinta.
Apenas algunos atisbos finales de ese arribismo de Charles que no llegó a destino permiten sospechar otra película que quedó a mitad de camino, sobre todo si uno puede recuperar en la memoria ciertas escenas que sumadas construyen un protagonista de esos que uno repudia pero de los que en verdad no puede despegarse sometido a su charme que encanta y enceguece.
¿Buenas actuaciones? Sí. ¿Una reconstrucción de época exquisita? Sí. Pero todo eso y mucho más puede conseguirlo usted con su imaginación si destina estas dos horas a leer la novela.