Regreso a Brideshead es una de las tantas películas inglesas sobre su aristocracia decimonónica (y crepuscular), todavía presente en la primera mitad del siglo XX. Orgullo y prejuicio, Expiación, Buenas costumbres son títulos recientes de este género impreciso aunque reconocible, casi siempre adaptaciones literarias. A menudo, el conflicto narrativo pasa por la aparición de un intruso: puede ser un burgués culto, o incluso una alteridad más lejana llamada proletario. La Primera y la Segunda Guerra Mundial suelen ser el contexto histórico, algún romance su texto preferencial. Suelen ser filmes en los que el decorado intimida a la percepción, y para el extranjero resulta siempre una clase magistral sobre la musicalidad de la lengua inglesa.
Basada en una buena novela de Evelyn Waugh, Regreso a Brideshead se centra en la interacción de un estudiante de historia recién ingresado a Oxford, Charles Ryder, cuya vocación pasa por la pintura, y una familia aristócrata, en la que la madre (superiora) legisla el destino de las almas de sus vástagos. Católica fervorosa, su preocupación esencial pasa por el bienestar trascendental de sus hijos, uno de ellos homosexual y alcohólico, que se enamorará platónicamente de Charles, aunque en cierto momento el joven burgués, un ateo confeso, pretenderá consumar una versión carnal de Eros con la hermana de aquél.
En el matriarcado fálico de la familia Flyte se debe acatar un destino. Dios tiene un plan, y su intérprete familiar también, aunque el deseo de sus criaturas no siempre coincide con el orden de los acontecimientos. Charles, por lo pronto, se siente culpable, nos dice desde el futuro, ya como sargento durante la Segunda Guerra Mundial.
Teológicamente estéril y sociológicamente pueril, la película de Julian Jarrold podrá seducir al desprevenido por su “bella” fotografía y sus “grandes” interpretaciones, aunque la máxima distinción dramática pasa por convertir una mansión (Brideshead) en personaje y su discreta conquista estética no va más allá de un par de planos en contrapicado de Oxford. El resto es una falsa disputa entre creyentes y escépticos, y un poco de desprecio por el arribismo “característico” de una clase sin muchos privilegios.