Marca personal
El estreno de La patota, según la versión de Santiago Mitre, reavivó la polémica en torno a las formas que gran parte del denominado Nuevo Cine Argentino (una categoría ya discutible) ideologiza su discurso. En términos generales, los debates exceden lo estrictamente cinematográfico y derivan en acaloradas discusiones: mientras algunos minimizan el impacto que una película puede generar desde su enunciación, otros focalizan la mirada exclusivamente en la conciencia o no de clase que el film manifiesta. Da la sensación, por otra parte, de que varios ejemplos similares a La patota se muestran sólidos en el registro que emplean pero dos o tres planos delatan la precariedad discursiva en torno a la representación de esa entidad que entendemos como alteridad. Mex Faliero lo desarrolla muy bien en su reseña sobre la remake de Mitre (que se puede leer aquí) cuando da cuenta de la confusión entre la palabra patota con horda de bárbaros.
Réimon es un caso llamativo. Sus escasos 72 minutos han generado una catarata de diversos comentarios y reflexiones. También es una propuesta que elige mirar a la alteridad, en este caso, no desde la risueña mirada guionística del tándem Mitre/Llinás, sino a partir de un acercamiento, casi asfixiante, a la protagonista, una empleada doméstica que viaja todos los días de Berazategui a Capital para trabajar en distintas casas. Hay un cálculo importante en la manera en que la cámara fija el ojo hacia el rostro y el cuerpo de Ramona, con el realismo implacable que ofrece la tecnología digital, como también una necesidad de contextualizar inmediatamente el ámbito donde vive, con su familia y sus perros. A partir de allí, seguiremos la rutina: los largos recorridos en tren y retazos de la jornada laboral. Al ser una película descentrada, fragmentaria, que bordea permanentemente el documental con la ficción, somos cómplices más de una percepción que de una historia. La marca personal de Moreno no está exenta en varios tramos de cierta pretenciosidad formalista (al igual que en sus films anteriores) y el efecto deshumaniza al personaje, cuya voz apenas escuchamos tenuemente. El tono observacional funciona hasta la mitad, cuando trasunta sensibilidad. Sin embargo, se debilita cuando construye ideología en forma explícita, como si los movimientos de Ramona no fueran suficientes para darnos cuenta de que el tema de la película es el trabajo y el empleo del tiempo (enfatizado a manera de prólogo donde se detallan los gastos que implicó llevar a cabo la realización, al margen de aportes estatales).
El momento bisagra nos muestra a una pareja de burgueses leyendo El Capital, en una escena que incluye una mirada hacia a la cámara al mejor estilo Godard (aunque lejos de la eficacia simbólica del legendario director en el momento en que lo hacía). El progresismo falaz de la pareja empleadora de Ramona se pone en evidencia en gruesos trazos donde notamos la falsa caridad (la mujer le ofrece ropa para desocupar parte del placard) y el espacio que habitan, con bienes materiales propios de una clase que simula conciencia propia porque lee fragmentos de libros como el de Karl Marx. Este tramo de la película es el que marca la tensión entre una propuesta estética atendible y la necesidad de introducir discurso aclaratorio. Mientras la marca personal se mantiene desde un registro observacional distante en la mirada de ese otro, que se intenta mostrar y comprender, uno cree en la intencionalidad de la enunciación; muy distinto es el efecto que produce el coquetear con estereotipos para construir (o al menos procurar hacerlo) premisas sobre clases sociales. El modo parece elegante en su superficie pero un poco banal en el resultado. Lejos de decidirse por dar un veredicto acerca del carácter irreconciliable o no de las clases, Réimon se ofrece vacilante, buscando puntos de conciliación que rozan lo inverosímil. Ese es su principal ruido frente al silencio de Ramona.