Vital retrato de un país de contrastes
A fines de los 90, el cine iraní pisó fuerte en la Argentina. El sabor de las cerezas, el notable film de Abbas Kiarostami, uno de los directores más relevantes de la historia cinematográfica de ese lejano país de Oriente Medio, llegó aquí a los 150.000 espectadores, una cifra sorprendente para una producción de ese tipo. El impacto fue tan poderoso que el fenómeno hasta propició algunas bromas entre los enemigos de la cinefilia: el cine iraní como sinónimo acabado de la pretensión y paradigma del aburrimiento.
Pasó el tiempo, El sabor de las cerezas sigue siendo una película fabulosa y ahora llega Relatos iraníes, que no alcanza la excelencia de aquel trabajo de Kiarostami, pero ratifica la vitalidad del cine de un país que tiene unos cuantos directores con una carrera sólida y reconocida internacionalmente, sobre todo en el ámbito de los festivales: Asghar Farhadi, Jafar Panahi, Samira Makhmalbaf, por citar algunos.
Igual que buena parte de sus colegas, Rakhshan Bani-Etemad es una directora culta y politizada. Relatos iraníes es su regreso al cine luego de ocho años de un silencio de algún modo autoimpuesto: durante el régimen de Mahmoud Ahmadinejad fue necesario pedir una licencia administrativa para filmar en Irán, y ceder a ese requerimiento, aseguraba ella, suponía legitimarlo. En 2013 asumió la presidencia de Irán Hassan Rohani, un político y religioso más moderado que su predecesor, y esta directora -que cumplió en abril 61 años- decidió volver al ruedo con una película armada sobre la base de una serie de historias que originalmente habían sido pensadas como cortos independientes (de ahí el título local, referido obviamente al boom comercial de Damián Szifrón, Relatos salvajes) y terminaron reunidas en un largometraje que revela las miserias de la burocracia estatal, la persecución política a los díscolos, los problemas de empleo y complicada situación de la mujer en la sociedad iraní (algunas de las historias se desarrollan a bordo de un vehículo, como es habitual en el cine de este país; ahí están El viento nos llevará, de Kiarostami, y la reciente ganadora del Oso de Oro en Berlin Taxi, de Panahi, como pruebas).
Premiada con el León de Oro en el Festival de Venecia, la película de Bani-Etemad generó en Irán mucho revuelo y unos cuantos problemas para la directora y su equipo de filmación, que recibieron numerosas amenazas durante el rodaje. En una de las historias de la película, una funcionaria le dice a una mujer que reclama la libertad de su hijo, detenido por la policía por opinar libremente sobre política en las calles de Teherán, "si alguien juega con fuego, es probable que termine quemado". Aun ante esas inquietantes advertencias de ese estilo, muchos cineastas iraníes avanzan con decisión y firmeza.ß Alejandro Lingenti
El tango, ese ritmo vibrante que nació en los arrabales porteños, se convirtió con el paso del tiempo en canciones y notas que son ya admiradas en los países más remotos. El ejemplo de ello, y es lo que relata este entrañable documental, se centra en Martín Mirol, un joven músico emigrado de San Pablo quien decide armar una orquesta típica de tango en Buenos Aires, una ciudad en la que el ambiente vive otra cultura. Después de diez años tocando con De Puro Guapos, el conjunto que formó en Brasil, Mirol encara un viaje a las raíces del género en busca del significado de esa música popular que llegó a ser patrimonio de la humanidad.
Ya en suelo porteño ese joven comienza a inculcarles a sus compañeros de tareas el significado y la historia de los compases y de las letras de los temas que hicieron del tango un arte y así cada uno de ellos va hallando en ello el sentimiento más profundo que les permitirá descubrir los secretos más escondidos del dos por cuatro. El director y coguionista Gabriel Reich siguió en este film el recorrido no sólo de su protagonista, ansioso por poder presentarse con su conjunto en algún lugar de Buenos Aires, sino que paseó su cámara por los más entrañables lugares en los que reina esa música popular. Bares, peñas y milongas son los escenarios en los que, a los compases de composiciones tan conocidas como La yumba, Por una cabeza, Barrio pobre, A fuego lento, Derecho viejo y La fulana, entre otras, la orquesta de Mirol va tomando contacto con los amantes de ese ejemplo de porteñidad que es el tango. Emblemáticos cultores de ese ritmo aparecen frente a cámara y relatan anécdotas y experiencias de sus trayectorias artísticas y esas palabras calan profundas en los integrantes de esa orquesta que, nacida en el Brasil, deseó llegar a Buenos Aires para empaparse de lo más íntimo de su tradición porteña.
Una excelente fotografía y un impecable montaje suman puntos a este homenaje al tango cuyo ritmo se entrecruza aquí con el deseo de esos brasileños por descifrar los más hondo y puro de sus melodías.